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Viriato, un personaje de Juego de Tronos

Miguel Ángel Lucas

Lunes, 21 de agosto 2017, 23:07

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Eligió a mil hombres de su confianza y combatió todo el día a los romanos, atacando y retrocediendo gracias a sus rápidos caballos». Esto lo escribe el historiador Apiano en su libro sobre las guerras de Hispania. La escena daría para una película o el episodio en una serie de acción. Apiano habla aquí nada menos que de la batalla de Tribola, la gran derrota de las legiones romanas a manos de Viriato. Siguiendo las palabras del historiador latino, podemos imaginar la acción plano a plano. Nos acercamos primero al campo de batalla a vista de pájaro. El escenario son las montañas de la serranía de Ronda. Los últimos minutos del episodio transcurren entrada la noche, en los alrededores de Cádiz. Sobre la pantalla vemos una fecha: año 147 a. C. Los romanos llevan ya un tiempo detrás de los rebeldes lusitanos. El pretor Cayo Vetilio, quien sustituye a Galba, decide terminar con los insurrectos y envía una legión, cuatro mil soldados con caballería, para que den caza de una vez a Viriato y los suyos. La desproporción es evidente. Los lusitanos tienen todas las de perder. Pero cuentan con una ventaja: conocen a la perfección el terreno. Viriato confía toda su suerte a una emboscada. Sus hombres simularán la huida. Los legionarios van a perseguirles durante casi un día entero. Por fin, cuando creen tener al enemigo a su merced, se dan cuenta de que se han metido en una ratonera. Los rebeldes les esperan en el paso angosto del río Barbesuda (hoy Guadiaro) y acaban fácilmente con los cuatro mil legionarios y el pretor Vetilio. Cambiamos de plano y de escenario. El nombre del líder lusitano llega a oídos de los cónsules del Senado. Con el tiempo, será conocido como «terror romanurum», el terror de Roma.

Esto nos permite deducir que el lusitano era un tipo duro de roer, capaz de repartir tortas a los legionarios como Astérix y Obélix. Pero Astérix es un cómic y lo de Viriato ocurrió aquí mismo, hace algo más de dos mil años, en una zona que se extendería desde la cuenca del Duero hasta la desembocadura del Guadiana. Nacido en una familia de pastores, muy posiblemente en la sierra de la Estrella portuguesa, es uno de los personajes más misteriosos de la conquista romana de la península. Ignoramos su fecha de nacimiento. Desconocemos su nombre (Viriato es un apodo, referido al brazalete que portaba). Desde la distancia del tiempo, sus gestas adquieren la dimensión de una leyenda. Lo fue ya en vida y desde entonces el mito no ha hecho más que aumentar. Entre 147 y 139 a.C, el pastor convertido en guerrero hizo hincar la rodilla a cada pretor y jefe militar que Roma enviaba a Hispania. Derrotó a las tropas de Cayo Plaucio, Claudio Unimano y Cayo Nigidio. Tomaba los estandartes de las legiones romanas y, como burla o trofeo, los colocaba en lo alto de las montañas. En 141 a.C. capturó a Serviliano y le hizo firmar un acuerdo por el cual el imperio se retiraba de Lusitania y Viriato era declarado rey. Cepión, el siguiente pretor enviado a la península, no aceptó el tratado. Acabó con el líder rebelde tras sobornar a los tres embajadores (Audax, Ditalcos y Minuros) enviados por Viriato para negociar una paz definitiva. Así termina su historia Apiano: «Aguardándole, penetraron en su tienda en el primer sueño, so pretexto de un asunto urgente, y lo hirieron de muerte en el cuello que era el único lugar no protegido por la armadura». Una vez cometido el crimen, cuentan que Cepión jamás pagó lo acordado a los asesinos. «Roma –dicen que dijo– no paga traidores». El propio Apiano pone en duda la desdeñosa frase de Cepión. De Viriato apenas conocemos lo que escribieron sobre él historiadores latinos como Dion Casio, Diodoro de Sicilia, Tito Livio o Floro, e incluso ellos solo pueden recoger sus testimonios de oídas. No hay una versión del relato narrada por los lusitanos. Por supuesto, pocos personajes han sido tan manipulados históricamente y exprimidos por distintas causas nacionales y políticas. En el siglo XX, tanto la dictadura de Franco como la de Salazar se disputaron el origen del caudillo para reclamar su carácter de héroe de la patria. Aun así, la disputa por la nacionalidad es tan estéril como bizantina: Viriato no podía ser ni español ni portugués. Era lusitano, punto. Escribía José Saramago que España y Portugal son dos hermanos siameses que se dan la espalda sin saber que comparten un tronco común. La historia de Lusitania (y de Viriato) forma parte de esas raíces que unen ambos lados de la frontera.

Despojado de ropajes ideológicos, sorprende la admiración de los historiadores clásicos por Viriato. Para tratarse de un enemigo, llama la atención la descripción idealizada de Dion Casio: «Viriato fue un lusitano de origen oscuro, que logró gran renombre con sus hazañas, ya que de pastor llegó a ser ladrón y más tarde incluso general. Además de poseer un cuerpo que resultaba de la naturaleza y el entrenamiento, era todavía mejor en sus poderes mentales». No disponemos de ninguna imagen real de Viriato. Su representación más conocida (el lienzo de José de Madrazo) data del siglo XIX. A la luz de las palabras de Casio, podríamos imaginarlo como un personaje de ‘Juego de Tronos’. Quien conozca la serie puede reconocerle en el personaje de Khal Drogo: un tipo enorme, alto, jefe de un pueblo nómada de guerreros que se mueven a caballo, los Dothraki, cuya sola mención provoca escalofríos en la capital de los siete reinos. Como Drogo, Viriato se nos presenta en los relatos de su tiempo como un bárbaro de bruscos modales que desconoce la escritura y apenas habla la lengua común. Un cabestro en toda regla que no obstante distaría muchísimo de ser un estúpido. Dion Casio así lo dice: «También era inteligente cuando fingía ignorar los hechos más obvios y conocer los secretos más ocultos». Su desprecio por los bienes materiales era bien conocido. Lo demostró el día de su boda, en una escena que recuerda al día en que Drogo conoce a Khaleesi. Según el relato de Diodoro de Sicilia, el rico Astolpas ofreció a Viriato la mano de su hija, Vanidia. El día de la ceremonia, Astolpas hizo ostentación de vasijas de oro y trajes costosos, pero Viriato, apoyado en su lanza, contempló callado y burlonamente el suntuoso banquete. Rehusó participar en la fiesta y repartió pan y carne entre sus hombres. Acabada la comida, montó a su esposa en el caballo y partió rumbo a la montaña.

Todas las sociedades, de algún modo, se sienten reflejadas en mitos donde se proyectan una serie de anhelos, miedos y pulsiones colectivas. En el fondo, el mito del caudillo lusitano era ya en tiempos de Roma el mito del buen salvaje, el individuo puro que rechaza las normas de la sociedad en la búsqueda de una vida más auténtica en contacto con la naturaleza. Si el mito pervive hoy es porque todavía tiene algo que decirnos. La leyenda de Viriato transmite un mensaje de libertad, habla de la capacidad de mantenerse en pie mientras los demás se agachan. En esa batalla, el valor salvaje del lusitano nos seduce y nos aterra aún por las mismas razones que en el pasado. De todo esto habla la obra que se estrena en Mérida mañana en el Teatro Romano, un lugar impresionante, espejo de la grandeza de Roma y que jamás habría sido del gusto de aquel pastor lusitano que durante unos años hizo tambalearse al mayor imperio conocido hasta la fecha.

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