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El extremeño José Garrido con su primer toro durante el séptimo festejo de San Isidro. :: efe
Una disparatada corrida de Las Ramblas

Una disparatada corrida de Las Ramblas

Seis toros gigantescos, algunos de ellos amadísimos, pero un conjunto de muy pobre nota por su falta de celo.

BARQUERITO

MADRID.

Martes, 15 de mayo 2018, 08:17

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Nunca se había devuelto por manso un toro en Madrid. Un toro de 600 kilos del hierro de Las Ramblas que en pos del cabestraje volvió virgen a corrales. Ni un mero capotazo siquiera. Disparatadas hechuras, como las de casi la corrida entera. El toro de las cuevas plantado en las Ventas como una aparición o una pesadilla. Este cuarto se llamaba Opaco. Ni cuello ni morrillo, masa deforme. Salió de chiqueros dormido, al paso se llegó a los medios para oliscar y solo al atisbar a metros la figura de un banderillero con un capote volvió grupas asustado. Era el capote de José Antonio Carretero, ninguna broma.

Esa huida acobardada del toro no fue la última, sino la primera de unas cuantas más, todas en busca de refugio o lejos de los toreros, que pretendieron más o menos cercarlo, provocarlo, reclamar su atención. Esos momentos tuvieron la tensión propia, como los preparativos de una batalla. El misterio de la mansedumbre, no tan excitante como el de la bravura, pero rico en emociones también. Era mucha la gente que se relamía los labios si no tenía la boca seca.

FICHA DEL FESTEJO

  • uToros Cinco toros de Las Ramblas (Daniel Martínez) y un sobrero -4º bis- de «José Cruz» (Rafael Cruz).

  • uToreros David Mora, saludos y silencio tras dos avisos. Juan del Álamo, saludos tras un aviso y silencio. José Garrido, silencio tras un aviso y silencio.

  • uPlaza Madrid. 7ª de San Isidro. 15.500 almas. Soleado, fresco, ventoso. Dos horas y media de función.

Los trotes del toro en su intento vano de salir de escena se subrayaron con runrún de acontecimiento. Cundieron algunas protestas en localidades de espectadores de ocasión. Para sorpresa de quienes seguían la operación con los ojos bien abiertos, al cabo de unos cinco minutos de espera, el presidente sacó el pañuelo verde que remite al corral los toros inválidos o mutilados. Este no lo estaba ni lo era. Ni siquiera la opción de, orillando el reglamento, hacer salir a los dos caballos de pica. O la de dejar pasar el tiempo y cambiar de tercio. La decisión del palco contravino el reglamento. Cobró cuerpo entonces la primera bronca de la feria. Y el grito sonado de «¡Fuera del palco!», que recuerda los tambores de guerra.

El sobrero, del hierro de José Cruz y sangre Jandilla, fue, por cierto, un toro de excelente son: al galope, nobilísimo, embestidas y repeticiones humilladas, de los que aguantan o habrían podido aguantar hasta diez muletazos por tanda. Una maravilla. Muy astifino, la barbita de los juampedros antiguos, las borlas del rabo por el suelo. Lo castigaron de salida con un coro de miaus, pero los miaus se fundieron con los óles u olés en cuanto el toro se puso a planear, a venirse de largo con ganas y pronto.

Uno de los tres toros de mejor nota en lo que va de feria. Con él una faena larguísima, muy desigual y muy de más a menos de David Mora, que abrió de rodillas y por alta en tablas, se entregó en dos tandas primeras en redondos y, descubierto por el viento, perdió de golpe el rumbo, se sintió descubierto, estuvo a punto de ser atropellados dos veces, se atascó con la mano izquierda del toro -de aire distinto a la diestra- y no pasó con la espada.

El tronco cilíndrico del toro de Las Ramblas que partió plaza, el menos ofensivo de los seis titulares, fue una rareza. Igual que su conducta extravagante. Corto de cuello y manos, el toro se movió mucho, arreando con temperamento cuando tomó engaño por abajo. Volvía contrario, estuvo fijo en la pelea, se puso andarín, David Mora se acopló en el arranque y en el final de una prolija faena de tres tramos. Y tumbó el toro sin puntilla.

Segundo, descarado

El segundo, descarado, muy astifino y bizco, fue el primero de las cinco moles que iban a ir desfilando después. Lo fijó con Juan del Álamo con lances despaciosos, encajados, de ancho y limpio vuelo, José Garrido remató un sucinto quite con una preciosa media, Jarocho banderilleó con pureza y riesgo, y luego vino una faena muy afanosa del torero de Ciudad Rodrigo, que le encontró al toro el cómo -perdiendo pasos y abriéndolo- y el dónde, junto a la segunda raya y por fuera, en paralelo con ella. Distraído, incierto, con más pies que celo, la cara a media altura, salidas sueltas de suerte, sin entrega pero peleón, escarbador también, no se prestó el toro a mayores. Estuvo seguro, entero y firme Del Álamo. Demasiado pequeña la muleta para gobernar toro tan mayúsculo. Demasiado largo el trasteo: un aviso antes de la igualada. Y una buena estocada.

Entró en barrena la corrida, apenas aligerada por el sobrero. El tercero, tan corto de cuello como el raro primero, tardo y escarbador, incierto, viajes gateados sin emplearse, fue muy deslucido. Garrido anduvo sereno sin más. Le esperaba en su segunda baza -y última porque era la segunda de sus dos tardes en San Isidro- un feísimo pavo, cornalón, agresivo pero a la defensiva. Habría procedido una faena de castigo o aliño. El quinto, 643 kilos, fue un gigante disparatado: los pechos frondosísimos tan ajenos a la estampa propia de la bravura en una ganadería de encaste Salvador Domecq, cuello, morrillo y colgajo fundidos en una sola pieza. Frío de salida, picado en las dos puertas en todo lo alto, pero ni cuatro puyazos lo hicieron descolgar. Fue toro sin segundas intenciones, pero es que no cabía en los engaños. Ni en la muleta de Del Álamo ni en los capotes de brega. Hubo que abreviar. Otra estocada de gran habilidad.

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