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: Javier Gomá Lanzón. : Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2017. 144 páginas. : 18 euros
Ejemplaridad e inmortalidad

Ejemplaridad e inmortalidad

Javier Gomá es uno de los grandes nombres de la literatura actual, pero como teórico de la ejemplaridad resulta menos convincente

josé luis garcía martín

Viernes, 10 de marzo 2017, 19:48

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Javier Gomá Lanzón aspira a ocupar en la sociedad española el puesto que en su día se disputaron Ortega y Eugenio dOrs. Con ambos coincide en ambición, ingenio y brillantez expresiva. Es la suya una Filosofía mundana así se titula el conjunto de sus «microensayos», muchos de ellos espléndidos ejemplos de agudeza y precisión, una filosofía que no se dirige a especialistas ni trata de abstrusos problemas ontológicos, sino que procura ofrecer alguna luz a las inquietudes del hombre y la mujer de hoy, a los ciudadanos de una sociedad democrática. Y lo hace con calidad de página al igual que los maestros del novecentismo y con humor, rehuyendo tanto el patetismo como la solemnidad. La suya es una «literatura bien educada», como él mismo indica en Inconsolable, el monólogo dramático que acompaña a los ensayos de La imagen de tu vida. Ese monólogo que pronto llegará a los escenarios basta para justificar el delgado volumen y para otorgar a Javier Gomá un lugar de excepción entre los escritores contemporáneos. Escrito poco después de la muerte del padre, alterna emoción con inteligencia, anécdota con reflexión, y no faltan a pesar de la gravedad del tema, o por eso mismo las adecuadas notas de humor. Una obra maestra de cuarenta páginas que ningún hijo, ni ningún padre, debería dejar de leer.

Los ensayos que lo preceden son otra cosa. Javier Gomá es doctor en Filosofía, licenciado en no sé cuantas cosas, número uno en alguna difícil oposición (Eugenio dOrs presumía de no haberse presentado nunca a ninguna), pero su manera de argumentar está llena de descosidos.

¿Cómo puede el hombre vencer a la muerte?, se pregunta. Y trata de responder como en toda su obra ensayística desde la racionalidad, no desde la fe, aunque él (lo indica al pasar en un momento de Inconsolable) sea creyente. De dos maneras: mediante la obra de arte y mediante la imagen de la propia vida que entregamos a título póstumo a la posteridad.

Dejemos de un lado la primera cuestión, incuestionable (Velázquez o Picasso, Quevedo o Unamuno perduran en su obra), y vayamos con la segunda, que es la única que, según Gomá, está al alcance de todos los mortales. ¿Pero garantiza una vida ejemplar perdurar, sobrevivir en la memoria de los otros? Para Javier Gomá, sí: en el hombre común «cabeza responsable y profesional competente que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada posiblemente monótona y previsible, pero útil para la comunidad» reverberaría la gloria de los antiguos héroes. Es posible: lo que no resulta probable es que le garantice perdurar en la memoria, al contrario de lo que ocurre con otros personajes nada ejemplares, como Hitler, o por citar a quien sin duda Gomá conoce bien (es director de su Fundación) el contrabandista y empresario sin demasiados escrúpulos morales, don Juan March.

Como paradigma de ejemplaridad, se refiere a Aquiles (ya le dedicó el título inicial de su tetralogía sobre la ejemplaridad), pero para conseguir la fama póstuma se puede ser un héroe, un Aquiles, o un Eróstrato, el hombre que a fin de perdurar en la memoria destruyó una de la maravillas de la antigüedad, el templo de Diana.

Aquiles, para Homero «el mejor de los aqueos», personifica para Gomá «la ejemplaridad perfecta». Cuesta encontrar esa ejemplaridad, verlo como «el mejor de los hombres», según afirma una y otra vez. Cierto que abandona la seguridad del gineceo, donde le ha escondido su madre Tetis, para afrontar el riesgo de la guerra de Troya una caprichosa guerra de conquista basada en un pretexto fútil (el rapto de Elena), pero deja de luchar en cuanto no está de acuerdo con el reparto del botín, importándole poco la gloria de los griegos, y solo vuelve a la batalla para vengar a un amigo. Quizá Héctor resulte una figura más ejemplar.

En opinión de Gomá, Aquiles sigue siendo un ejemplo: «Quien en nuestros días recorre el camino desde la eternidad a la mortalidad imita a Aquiles y actualiza, en tonos más cotidianos, pero no menos heroicos, la gesta gloriosa del mejor de los hombres». Olvida que, al contrario que Aquiles, los humanos, para dejar de ser eternos, no tenemos que abandonar ningún gineceo: ya lo somos de nacimiento. La ejemplaridad de Aquiles a la que ha dedicado todo un libro carece de sentido para el hombre contemporáneo: Aquiles resulta memorable por los versos de Homero, solo por ellos.

La falta de rigor conceptual del excelente escritor que es Javier Gomá queda de relieve en el capítulo que dedica a la ejemplaridad de Cervantes. Su manera de razonar consiste en enhebrar citas de autoridades que nunca pone en cuestión. Así para demostrar su afirmación de que el pensamiento español se caracteriza, no por «la razón pura germánica», sino por la creación de mitos, le bastan unas líneas de José Luis Abellán, según el cual hemos elaborado «algunos de los mitos más importantes de la cultura occidental»: Santiago Matamoros, el Cid Campeador, la Celestina, don Juan, el buen salvaje, don Quijote, la España ideal y, sobre todo, el mito de Cristo. Nada tiene que objetar Javier Gomá a esa enumeración caótica. ¿El mito de Santiago Matamoros es uno de los más importantes para la civilización occidental? Donald Trump y Marine Le Pen sin duda estarían de acuerdo. Pero nadie aceptaría como tal a una vieja alcahueta, por valiosa que sea la obra que cuenta su historia. ¿Y el mito de la España ideal? ¿Por qué es más importante que el de la Francia o la Cataluña ideal? Y la presunta creación por España del mito de Cristo requeriría, por lo menos, una explicación.

Javier Gomá es uno de los grandes nombres de la literatura actual; como teórico de la ejemplaridad resulta menos convincente. Sabe seducir al lector, sin duda, pero los argumentos no siempre resultan medianamente rigurosos, quizá porque sus ideas, que se pretenden racionales, encubren creencias religiosas que no se atreven a decir su nombre.

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