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Andrew Motion, el experimento y la dicha

Andrew Motion, el experimento y la dicha

El poeta inglés nos regala una lúdica segunda parte de la gran novela de Stevenson, de la mano del hijo de Jim Hawkins

:: iñaki ezkerra

Sábado, 24 de mayo 2014, 12:19

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Escribir una novela que sea continuación de una obra maestra de la literatura es un obvio ejercicio de humildad que lleva implícito tanto el reconocimiento a ésta como una inevitable condena al fracaso. Nadie que sea culto ni sensato se puede proponer en serio la superación del original. Cualquier autor que aspirara a la más alta gloria literaria no tomaría nunca como material de trabajo unos escenarios narrativos y unos personajes creados por otro, un modelo referencial que lo humillará a cada paso, a cada línea, a cada palabra que se decida a poner sobre el papel. De este modo, la particular empresa novelística que ha afrontado el prestigioso poeta británico Andrew Motion proponiéndonos un Regreso a la isla del tesoro de Robert Louis Stevenson hay que contemplarla en clave de lo que es: un experimento que no albergaba más que riesgos. La única compensación que cabía buscar en éste es la posibilidad de volver a sumergirse en un mundo que le proporcionó de niño la felicidad y la de poder compartir con los lectores generosamente esa lejana y revisitada dicha.

Es importante recordar este evidente y tácito motivo que está en el origen del libro porque condiciona su naturaleza, su construcción y su carácter metaliterarios. Es inevitable que autor y lector piensen en cada una de sus páginas en cómo la habría escrito Stevenson. Pero ese factor no nos debe conducir a la severidad de un juicio sumarísimo del texto sino más bien a lo contrario, a la complicidad en el propio juego que se halla implícito en éste y su propuesta; o sea, a una lectura lúdica, nostálgica y desinteresada incluso a la hora de ver sus defectos, el pulso fallido de Motion en una escena, en un episodio, en la mera caracterización de un personaje

Regreso a la isla del tesoro toma el hilo que dejó suelto Stevenson y lo retoma en la voz del hijo de Jim Hawkins, que a su vez también se llama Jim y que ahora recuerda, pasados 40 años, la aventura que vivió cuando era poco más que un adolescente y con la que emuló la de su progenitor. En esa época a la que se refiere, ambos, padre e hijo, vivían en la orilla septentrional del Támesis, regentando una posada llamada la Hispaniola en recuerdo de la mítica goleta de la historia originaria. El recurso de Motion es verosímil. Esa posada evoca a su vez la del Almirante Benbow, a la cual llegó el marinero Billy Bones con la mejilla rota y con un viejo cofre en la obra del escritor escocés. En vez de Billy Bones, quien llega esta vez es Natty, la hija de Long John Silver, el pirata, quien ahora ya se encuentra anciano y cansado, pero que le ha hablado a la chica de los lingotes de plata que él y Jim Hawkins padre dejaron en la legendaria isla. Natty logra convencer a Jim hijo de que se embarque con él para cobrar ambos esa deuda heredada reproduciendo la epopeya de sus padres. Y así tenemos a la joven pareja surcando el Océano en otra embarcación, la Nightingale, con el viejo y desempolvado mapa entre las manos, rumbo a la aventura.

El libro consigue emocionar al lector y hacerle vibrar en momentos memorables; embarcarle en la otra goleta de la ficción, en la ilusión del relato, seguir a Jim y a Natty cuando entre los dos surge un idilio; cuando él de pronto desconfía de la chica y se pregunta si, como su padre, ocultará una desleal naturaleza o cuando se apoderan de ella unos malvados y él no duda en luchar por rescatarla. Motion se lanza en estas páginas a la recreación del ruido, del movimiento y del olor del mar; a la descripción de una fauna y un paisaje exóticos que, de stevensonianos que quieren ser, nos resultan hasta impostados. A veces, en la lenta descripción de una temible serpiente o de unos amables leones marinos, se le nota el juego, la tramoya, el artificio. Pero eso forma parte de su acuerdo con el lector. Otras veces da la impresión de que Motion duda entre la glosa y el homenaje a Stevenson, entre el truco resabiado y virtuosista o la entrega ingenua, apasionada, pura, ciega. Puede decirse que Motion fracasa de un modo brillante, admirable y heroico en una empresa que era imposible: la de cumplir la lejana promesa de regresar al paraíso que nos hicimos todos en la infancia.

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