La comicidad de El Brujo devuelve las carcajadas a un público ávido de recuperar la risa
Rafael Álvarez estrena 'Los dioses y Dios' en el Festival de Mérida, un montaje ecléctico, rítmico y logrado en el que mezcla a los autores clásicos con la pandemia
Contar cómo es un montaje teatral de El Brujo no es fácil. Me refiero a contarlo lo mejor posible sin caer en simplezas ... o prejuicios. Solo se sabe, por anticipado, que será un monólogo, que solo interviene él, su sombra y su acompañante musical que es Javier Alejano, pero pocas más certezas existen. Rafael Álvarez, dominador absoluto de la palabra, del absurdo y de la irreverencia trufada de ácida crítica, es exagerado, para lo bueno y para lo malo. Para sus incondicionales, no hace falta ni siquiera que pronuncie una palabra para aplaudirle. Solo con su presencia en el escenario se activan las palmas y las risas, como sucedió anoche en el Teatro Romano de Mérida. Para sus críticos, puede llegar a ser un incontinente hablador que, a falta de estructurar un guion, improvisa cada dos por tres y repite chascarillos, chistes antiguos para armar un montaje facilón para el espectador.
Anoche, en su séptima participación en el Festival de Mérida, a punto de cumplir 71 años y en plena forma por lo que se apreció, El Brujo habló de lo humano y de lo divino, de la pandemia, de Fernando Simón, Isabel Díaz Ayuso, Pedro Sánchez, Pablo Casado, Santiago Abascal o del rey Juan Carlos I. Declamó sobre la bondad del hombre, de sus bajezas, de su propio estilo actoral que aturulla al espectador más atento a la vez que le saca una carcajada sincera...Con su montaje 'Los dioses y Dios', entre la comicidad desternillante y un mensaje final de «no hay que tener miedo a vivir», el andaluz que bordó el personaje de Lazarillo de Tormes quiso adentrarse, de nuevo, en la temática clásica, de la conocida comedia 'Anfitrión', de Plauto, pero, como siempre, a su muy peculiar manera.
La obra de Plauto es la excusa, en realidad, para hacer un repaso a la sociedad actual, a las personas que han surgido de esta plaga vírica de la covid y señalar que, en realidad, no hay diferencia entre los dioses, Dios y cualquier mortal. Ante unos 1.400 espectadores en el día de su estreno, el final del montaje de El Brujo explica lo insólitamente habitual de los extraños que pueden ser sus espectáculos: música a toda pastilla para que el público bailara y aplaudiera al son de 'Jerusalema', la canción de Master KG que ha arrasado en los últimos meses.
Este tema habla de Jerusalén como la ciudad celestial en la que estar en comunión con Dios. «Un himno místico a la vida donde canta a la ciudad de Jerusalén como un hogar fraternal para todo el mundo», que dice Internet, la moderna sabiduría de hoy, en palabras de El Brujo. Eso sí, el Dios y los dioses en los que piensa el veterano actor tienen más de terrenales que de divinos.
De algo de eso, se entiende, quiere hablar El Brujo en su nuevo espectáculo en el Festival emeritense, pero también de contar, de forma más sencilla, el 'Anfitrión' de Plauto, y de dar un repaso a la actualidad de la época que nos ha tocado vivir, entre ellos la evidencia de la cultura como alma y motor de la vida. Tres asuntos en un montaje de algo más de una hora y cuarenta minutos de duración...Eso es lo que duró anoche su representación pero es muy posible que desde hoy y hasta el domingo pueda variar porque con El Brujo, como se dice de los gallegos, nunca sabes si va o viene.
Sinceramente, puedes desconocer si redondea un gag de nuevo cuño o es uno recuperado desde hace décadas y te sientes como si te tomara el pelo; si piensa lo que dice para hilvanar el montaje o dice lo que piensa sin más. Como anoche confesó Rafael Álvarez que le dijeron años atrás en una representación en un pueblo tras dar continuos saltos argumentales y divagaciones: «¡Para Brujo, que me mareo!».
Ayer, para lo que visto en otros tipos de trabajos de El Brujo, este evidenció finura, comicidad punzante, solvencia actoral y dinamismo que evitó pensar que fuera un monólogo excesivo en duración y aturullado en su desarrollo. Por lo pronto, evidenció que, como gran parte de la sociedad, tiene muchas ganas de hablar tras el «bozal» (mascarilla) que hemos tenido y tenemos que llevar aún en ciertos casos por la pandemia. Vino a hacer teatro en, perdón por la cursilería, un templo del teatro como es el Romano de Mérida. Se le notó a gusto, disfrutó con el público y este le devolvió con creces su agradecimiento por pasar una noche más que llevadera.
El espectáculo, una coproducción del Festival y su propia compañía, mezcló por momentos reflexiones morales con ciertas banalidades que, en todo caso, se ajustaban a la necesidad del momento y no aparecían como mero relleno. Los milimetrados toques musicales de Javier Alejano y la limpieza del escenario (solo cubierto parcialmente con una especie de alfombra roja) ayudaron también a crear un ambiente sin estridencias. Lo mismo que el vestuario de Álvarez, un frac blanco.
Los forofos de El Brujo, tres años después de que estuviera por última vez en el Teatro Romano emeritense, disfrutaron a tumba abierta de su actor fetiche. Pero quizás lo mejor fue que el público que no lo adora incondicionalmente, que va al teatro digamos de forma neutral, expectante, esta vez pudo salir diciendo que había merecido la pena venir a verlo. Hacer pensar es sano, conveniente; hacer reír, y más ahora, es pura necesidad vital. La risa mata el miedo, se dice en la novela 'El nombre de la rosa', de Umberto Eco. El Brujo terminó anoche su actuación en Mérida pidiendo a la gente vivir sin miedo. Con precaución pero sin miedo. Lograr la carcajada fue competencia suya
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