Galizuela, o el arte de vivir en una pedanía
El pueblo pacense depende de Esparragosa de Lares
FRAN HORRILLO
Domingo, 25 de abril 2010, 14:55
Cesáreo, Martín e Isabel son ya ancianos. No obstante, a pesar de su avanzada edad y de que los achaques cada vez son más patentes en sus castigados rostros, siguen teniendo claro que guardarán fidelidad a su pueblo, Galizuela, donde nacieron y donde esperan pasar sus últimos días de vida.
Galizuela es una pedanía pacense dependiente de Esparragosa de Lares. Carece de bares y de tiendas, y sus calles angostas y empinadas no invitan al paseo. Sin embargo, el increíble entorno paisajístico en el que se enclava el pueblo, en la falda occidental de la sierra de Lares y flanqueado por el majestuoso embalse de La Serena, aporta un auténtico valor añadido a esta aldea a caballo entre las comarcas de La Siberia y La Serena.
Quizás ese encanto y el amor por unas raíces, ha hecho que los cinco habitantes actuales de esta pedanía sigan empeñados en mantener viva la llama de Galizuela. Disfrutan a diario de la tranquilidad que les aporta su espacio vital, aunque esto suponga sacrificar otros servicios y comodidades de los que gozan los vecinos de otras ciudades y municipios de Extremadura.
Ellos prefieren perderse por la sierra durante todo el día mientras cogen espárragos o pasar las horas muertas tomando el sol plácidamente en el umbral de su casa, antes que ir al cine para ver el último estreno o pasar la tarde en un centro comercial.
Sus vivencias, acumuladas durante tantos años, son auténticas joyas etnográficas y dejan constancia de lo que fue y de lo que es esta aldea, que se ha convertido en una de las menos pobladas de la comunidad autónoma extremeña.
Sin embargo, a pesar de que la mayoría de las casas están vacías, ellos se resisten a entregar su pueblo al silencio y al olvido. Y, a su manera, demuestran que vivir en una aldea o en una entidad local menor, como vive el 4 por ciento de la población extremeña, también puede ser un lujo o todo un arte, según se mire.
Un viejo cartel comido por el óxido señaliza el desvío a Galizuela desde la carretera de Esparragosa de Lares. Las casas de piedra y adobe y de estructura agreste dan la bienvenida al visitante, que sin darse cuenta se adentra hasta las entrañas del pueblo. Allí, cerca de la fuente, de donde mana agua no potable, como reza en un letrero, se encuentra Isabel. Sus ojos claros se abren de par en par con extrañeza al comprobar la presencia de un intruso. El recelo es inevitable y más cuando comprueba que es un periodista el que turba su tranquilidad matinal del domingo: Mi hija quiso estudiar Periodismo, pero no la dejé porque los periodistas me parecen muy cotillas, advierte a modo de recibimiento.
Pese a todo, poco a poco se va soltando y no duda en descubrir su fórmula para combatir el aburrimiento: Antes aquí guardábamos ovejas, cabras o vacas, porque no estudiábamos, pero ahora no nos queda otra a cada uno que estar en nuestra casa, haciendo las tareas, y Dios en la de todos, afirma con una sonrisa en su rostro.
Como recuerda, el pueblo antes tenía más vida, ya que había cuatro o cinco personas por cada casa, sin embargo ahora ya no quiere venir aquí ni el médico. Ella misma lo pudo comprobar en sus carnes hace unos días cuando se cayó y le costó una eternidad el procurar que un médico la visitara a su casa.
Con 70 años y viuda afirma sentirse muy a gusto en su pueblo, a donde le van a visitar sus hijos. Aunque, a veces, se arrepiente de no haberse marchado cuando tuvo oportunidad: Me ofrecieron una casa en Talarrubias para irme a vivir y no quise. Quizás, ahora estaría mejor allí, aunque nunca se sabe. A medida que sigue vociferando, su figura se va perdiendo por la calle empedrada y adornada de flores.
Ahora, un gato de pelo grisáceo y blanco es el que roba el protagonismo a Isabel junto a la fuente de Galizuela. Sin embargo, sólo unos metros más allá se percibe la presencia de un anciano. Tocado con una gorra blanca y apoyándose en una garrota de fabricación casera, Cesáreo disfruta de los rayos del sol que se entremezclan con el cansino aire reinante en el entorno de la sierra de Lares.
Enjuto y arrugado y también con los ojos claros, que con el pelo rubio es al parecer una característica común entre los galizuelos, Cesáreo ni se inmuta ante presencia extraña. Muy al contrario, parece que se alegra de compartir la mañana con alguien: ¡Qué dice el amigo!, balbucea como saludo de bienvenida.
No sabe precisar si son exactamente 92 ó 93 los años que acumula sobre sus espaldas, aunque si tiene presente la fecha del 13 de enero de 1950, que es cuando enviudó. Lo que si deja claro desde el principio es una confesión que, dado el número de habitantes con los que cuenta Galizuela, puede resultar paradójica: Aquí somos pocos y mal avenidos. No hay quien nos junte.
Césareo, aunque vive solo, es atendido por su hija, que reside en otra casa con su marido. Sin embargo, el matrimonio aprovecha los domingos para salir fuera. El anciano, por su parte, admite que durante el día no deja espacio al aburrimiento y necesita poco para pasar el rato: Aquí uno no se aburre. Me levanto cuando ya se ve y me entretengo en el huerto, donde tengo cebollas, ajos y poca agua. Yo vivo bien en mi pueblo, porque lo conozco y sé por dónde ando. Me he criado aquí y no lo cambio por nada.
Su memoria prodigiosa le lleva a rememorar cómo sobrevivió dos años en Córdoba en el frente durante la Guerra Civil, mientras que su fuerza de voluntad le empuja a recorrerse, a su edad, casi seis kilómetros andando, tres de ida y tres de vuelta, cada vez que necesita ir a Esparragosa de Lares, ya que en el pueblo ningún vecino tiene coche. Antes el recorrido se lo hacía en media hora, aunque ahora necesito echarle una horilla. Como reconoce, aquí somos duros a la fuerza.
Muy cerca de Cesáreo vive Martín, su cuñado. El postigo de su casa está cerrado y sólo sus gallinas certifican que en esa vivienda existe vida. Un vecino de Esparragosa nos advierte que la sierra puede ser su destino un domingo por la mañana, y hacia allí nos dirigimos. Efectivamente, su figura se dibuja entre los olivos y el pasto seco del monte. A pesar de sus 84 años, maneja el pico afanosamente, mientras sujeta en la boca un cigarro de tabaco negro. Tampoco rehúye del forastero y, una vez que nos presentamos, enseguida pregunta si conocemos a una tal Carla. En concreto, se refiere a Carla Alonso, una pacense que durante varios días dirigió en Galizuela un documental, titulado La esquina del tiempo y que recibió el premio del Público en Documenta Madrid 2009.
Quizás por esas tablas que adquirió Martín ante las cámaras cuando, junto a su cuñado, se convirtió por unos días en protagonista del celuloide, es por lo que éste se desenvuelve con soltura a la hora de referirse a su Galizuela natal. Yo soy dueño de medio pueblo hacia abajo, aunque allí los pocos que estamos nos llevamos como los perros y los gatos. Y eso que todos somos medio familia.
Éste recuerda que antes de la guerra el pueblo rondaría los sesenta habitantes, aunque por entonces tenían que soportar las fechorías de los bandoleros de la sierra: Bajaban al pueblo y se llevaban el dinero, la ropa y los zapatos. Nos dejaban pelaos.
Tras admitir con cierto pudor que el mote por el que le conocen sus vecinos es el de Porritín, y mientras salpica su testimonio con anécdotas y chascarrillos curiosos, reconoce que su estilo de vida diario no da pie al aburrimiento: Tengo tres huertos, y allí planto espinacas, coles, coliflores, cebollinos y lechugas. Además, cuando no tengo nada que hacer me vengo a la sierra y aquí paso el rato. A veces no tengo tiempo ni para ver la tele.
Una vida activa en la que, como señala, el vino es mi mejor gasolina. Y la prueba de que esto es así la tuvo el otro día, cuando fue a la sierra: Antes de subir la cuesta me tomé un buen trago de vino que me sirvió para subir como un cohete.
Martín se sienta en una piedra y desde su posición privilegiada otea la sierra de Lares, donde distingue y conoce cada una de las pequeñas estribaciones: el alto de la ermita vieja, el peñasco de burro, el cerro del gallo. Ochenta y cuatro años divisando el mismo paisaje dan para mucho, incluso para haber visto crecer desde niño al hijo predilecto de Esparragosa de Lares, el cantautor y poeta Pablo Guerrero. Le conocía más al padre, aunque al cantante le he visto desde que era chico.
Y con el recuerdo de Pablo Guerrero, Martín empuña de nuevo el pico y prosigue con la tarea. Tras varios golpes en la tierra, hace un parón y recuerda: La vida del hombre es corta y breve, y no dura hasta que se muere. Y eso es lo que precisamente buscan Cesáreo, Martín e Isabel, que su Galizuela no se muera en el olvido.
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