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J. R. ALONSO DE LA TORRE
Miércoles, 1 de abril 2009, 03:15
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Llego a casa orgulloso de mi compra. «Mira, te traigo dos bandejas preparadas para hacer caldo. En una vienen zanahorias, nabos, apio y puerros y en la otra hueso andaluz, morcillo, gallina y algo más», le digo a mi mujer con deje de superioridad, casi retador. Ella ni se inmuta. Mira escéptica las bandejas. Después cae en la cuenta de mi esfuerzo y mi ilusión y me regala la misma sonrisa protocolaria que se dedica a los niños con mamá que chillan en los restaurantes. Parece que va a decir algo, pero desiste. Luego duda, chasquea la lengua, no puede callarse, explota: «Estas bandejas estúpidas son para hombres, solo para hombres». Intuyo que el adjetivo me lo quería dedicar a mí, pero se lo ha colocado a la bandeja por caridad. Prosigue: «Las zanahorias están pasadas, los puerros, lacios, los nabos, durísimos y el apio, triste y revenido. Solo los hombres compráis estas cosas. Las veis empaquetaditas y creéis haber descubierto el arca perdida de la gastronomía. Los ingredientes del caldo se compran por partes, pero claro, para eso hay que hacer cola y pensar». Dudo entre simular un enfado (en realidad me estoy divirtiendo) o replicar. Replico: «¿Y la bandeja de carne, qué, eh...?». Contrarréplica: «Vosotros es que traéis un hueso y un cacho de carne y ya creéis que está hecho el caldo, sin necesidad de cocer». Me callo. Intento templar ánimos abriendo la bolsa de ensalada que he traído. Es inútil. Otro error: «Y no la lavarás, claro. Vosotros creéis que si pone lavada ya no hay que lavarla». Es lógico, yo me fio de las etiquetas. Ella, no. «Trae acá y no compres nunca más nada empaquetado, no seas hombre».
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