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Directo Directo | La Soledad no procesionará por las calles de Badajoz este año
TOROS

Ponce, en el patio de su casa

Paciente y sesudo con su primer toro sin ganas, estuvo brillante, valiente y exagerado con un cuarto bravo

BARQUERITO

Jueves, 20 de marzo 2008, 02:17

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Al toro de Juan Pedro que rompió plaza le pegó Ponce antes de banderillas veintitantos capotazos. De amarrar. Aquí, allá y acullá. El toro empujó sólo en la primera vara. 600 kilos. Bizco, capacho, inmensa culata. Ponce estaba dispuesto a vaciarle los cajones. Si el toro hubiera sido un armario.

De toro armario algo tuvo. Por el volumen. Sometido por Ponce a destajo interminable. Ocho muletazos de tanteo abrieron el trabajo. Soplaba viento, tiraron los preceptivos papelitos de brújula y Ponce se fue a torear a las rayas de sol y junto a la puerta de cuadrillas. Ahí pasó todo. En diez minutos.

Todo fue cargar con el toro Ponce casi a cuestas. Confiarlo, convencerlo, engañarlo y desengañarlo. No forzar la máquina. Tampoco tirar líneas, precisamente porque había que tirar del toro, que, noble, unas veces se rebrincaba y otras echaba la cara arriba. No quería trabajar. Tampoco se negaba.

Con la música cobró airecito la faena, entera en el mismo sitio. Donde los papelitos. Los embroques por la mano izquierda, ajustados, clásicos, muy serenos, fueron la nota de calidad en el mar de cantidad. Largos muletazos, de abajo arriba y con salida, ahora sí, en línea. Un aviso antes de haber pensado Ponce en cuadrar siquiera. Al fin, una rara estocada, contraria y trasera, en la suerte contraria y dando al toro salida a toriles. Una oreja.

Cuarenta minutos después de empezar la corrida se soltó el segundo toro. Gacho y capacho, bajo de agujas, colorado ojo de perdiz, teñido el cuello de cal de corrales. Duró poco. Manzanares no se peleó con él. Ni se cruzó tampoco. Alguna que otra voz en los reclamos. El ánimo justo. El tercero, jabonero, calzado, salió aventado. No atendió dos intentos de David Esteve de cite para largas cambiadas, estuvo a punto de arrollarlo tres veces y al cuarto muletazo le pegó una voltereta de las de saltimbanqui. Bucle en el vuelo, cayó sentado David. Y enseguida de pie y a la pelea, que fue agria, porque el toro lo vio todas las veces y el torero parecía el blanco mismo de la diana. Los sustos fueron no pocos. El peor, en el segundo embroque con la espada: salió Esteve encunado y lanzado como un fardo. Duro de ver.

Cuando volvió a salir Ponce, cambió el signo. Como una alfombra el ambiente rendido. Un cuarto jabonero sucio, de hermosas hechuras, serio. Castigo de puyas mínimo, Ponce lo quería enterito. Le gustaba. Se encargó de la lidia en banderillas y, aun después de haber dado paso al mayor de los hermanos Tejero, volvió a salir para fijar al toro. Con un excelente lance. El toro, boyante, enterró los pitones al segundo muletazo. Pero se vino arriba, tenía carácter. Bravo el fondo.

Ponce se embarcó, y ahora sin red, en una faena que iba a ser, como tantas suyas, larguísimas. De las buenas. Con reparos. Vivo y fijo el toro, por crudo punteaba un poco. Sólo jugó cuando le dio carta Ponce. Cites de empaque, descolgado Ponce de hombros, pero compuesta la figura. Pero al tercer muletazo debía de pesar el toro y no hubo tanda redonda: o por enganchoncitos o por perderse pasos.

La mano fina del toro fue la izquierda y por ahí vinieron los mejores dibujos de Ponce, a pies juntos. Todo se vivió en general alboroto. Las pausas, los paseos y las metidas de mano en la masa. Ponce sorprendió con una rara variante de sus famosos postres, que ahora apenas prodiga. Los muletazos ayudados genuflexos eran los postres. Ahora, abierto el compás hasta ya no dar más de sí, y en la perpendicular del toro, Ponce dibujó circulares cambiados que incendiaron el ambiente.

Los golpes brillantes fueron un trincherazo, un molinete. La espuma de verdad improvisada, que casi revienta el palco al mandar el primer aviso. Con retraso. Pero casi se comen al palco. Tras el aviso, Ponce cuajó su tanda más redonda, e hincando la rodilla se trajo al toro con suma soltura. Roto el toro a embestir. Pero tocaba matar. Dos pinchazos, estocada trasera, otro aviso, dos descabellos. Una oreja en desagravio por los avisos. Una vuelta al ruedo de cuatro minutos.

Y se acabó lo que se daba. Los dos peores de la corrida fueron quinto y, sobre todo, el sexto. Éste, fuera de tipo y órbita. El otro, manso de los que se esconden. Manzanares acarició más a éste tan complicadito que al bueno de antes. Esteve se dejó la piel honradamente con la prenda del cierre.

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