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DEPORTES

Braveheart ante McLaren

J. C. CARABIAS

Domingo, 21 de octubre 2007, 04:09

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El dispendio electrónico crujía en la plaza del número 12902 de la Avenida de las Naciones Unidas. Cámaras de fotos, teléfonos móviles, mensajes sms. Un bloqueo asturiano en torno al hotel Hilton de Morumbi, punto neurálgico del Gran Premio de Brasil. Hasta allí se desplazó una colonia de españoles -un centenar largo- para escenificar de aquella manera -salió como pudo- la historia de Braveheart, aquel campesino llamado William Wallace que levantó al pueblo escocés contra la monarquía inglesa.

«Alonso ha estado muy majo, a la altura de las circunstancias», comunicó alguien por allí a través del móvil a su interlocutor. Hacía dos minutos que el campeón del mundo había salido a la lujosa puerta del establecimiento para saludar a la concurrencia. Visualizar la avalancha no es difícil. Alonso posó, firmó, se apretujó, estrechó manos, agradeció el gesto y se evaporó antes de que lo convirtiesen en papilla.

Dos individuos ataviados con el kilt escocés -falda de cuadros al viento-, la cara pintada de azul y amarillo asturiano, y una bandera de la Cruz de la Victoria jalearon al grupo en una comedia que impactó en el bando inglés.

Personal del departamento de marketing de McLaren no dejó pasar la ocasión de fotografiar a los Wallace astures y su séquito, tan variado como impredecible. Había canarios, sevillanos y también brasileños y paraguayos.

Había asturianos, claro, y sonó la gaita. Al compás del «Asturias patria querida», la gente se animó a bailar. Se animó también al ritmo futbolero. «Hamilton, el que no bote», «Aquí van a saltar los dueños de Gibraltar», y cómo no, «Dennis, cabrón, Alonso, campeón». Dentro del hotel, las puertas custodiadas por seis guardas de seguridad, se alzaba estridente una bosanova atronadora que impedía escuchar el griterío del exterior. Salió Vitantonio Liuzzi, el italiano de Toro Rosso, sus pantalones de franela marrón, camiseta holgada hasta las rodillas, gorra cubre-entradas en tonos azul y blanco, y algún despistado le paró para firmar autógrafos.

Salieron las diez chicas que compiten por el trono de número uno de Red Bull. E, inevitable, la atención del personal se giró en dirección hacia los monumentos entre los que se encuentra la española Raquel Chulvi. En ese momento salió del hotel Lewis Hamilton. El lapso de tiempo entre la puerta de la recepción y la camioneta que le esperaba seis metros más allá pareció eterno por la posibilidad de un incidente que flotó como una nube negra. Se negoció, seguro, alguna colleja indeseable. Nada pasó. Hamilton ganó la escalera del coche, subió pegado a su padre y a la comitiva que lo esperaba dentro. Ron Dennis, su mujer Lisa, la madre y el hermano del piloto y unas siete u ocho personas más.

Fue entonces cuando asomaron las peinetas, el viva Asturias y algún gesto obsceno más que fue clausurado por los ocupantes de la furgoneta corriendo las cortinas y dejando invisible el interior. Hamilton se fue a cenar con su padre real, Anthony, y el virtual de siempre, Dennis, al Fogo de Chao, el restaurante más típico de esta megalópolis de diecisiete millones de habitantes. Y atrás quedó la sombra de Braveheart contra McLaren.

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