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El diestro extremeño Miguel Angel Perera da un pase con la muleta a uno de los toros de la tarde. / EFE
Perera levanta con autoridad una corrida que estaba hundida
TOROS

Perera levanta con autoridad una corrida que estaba hundida

Con una faena formidable, el extremeño corta una oreja El Juli, sin fortuna, y Salvador Vega cumple, en Zaragoza

BARQUERITO

Domingo, 14 de octubre 2007, 11:58

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El pasado jueves, al cumplir El Juli en Zaragoza su primer millar de corridas, se llevó los dos toros más ingratos de esa tarde en El Pilar. Este sábado echó a rodar el segundo millar con signo parecido. El primer toro de este segundo millar metió repetidamente la cara entre las manos y escarbó. Punteó, se rebrincó, apenas quiso, sólo hizo cosas de toro claudicante y al paso, tuvo a última hora hasta un par de arrancadas inciertas. Al tercer muletazo ya había descarrilado. Una alhaja. El Juli, que lo había templado de salida en lances de buen dibujo, sólo pudo apurar cosiendo la muleta al hocico. A regañadientes el toro, que murió de estocada excelente.

Señal de suficiencia: en la suerte contraria engañó El Juli al toro. Igual de sabia la mano que lo engañaba que la que lo tundió. Un descabello. El segundo millar, empezó bajo signo no del todo nuevo. Voces sueltas. El Juli aplacó los ánimos con quite por tafalleras garboso. El toro se le acostó por la mano derecha. Del segundo puyazo salió echando los bofes.

El panorama cambió con el cuarto toro pero a peor. Casi 600 kilos de toro sin rematar. Y casi cinco años. Bruto y embastecido, cuellicorto y levantado. Mucho más tamaño que trapío. Corretón de trastabillarse. Distraidísimo. De los de tablas quiero y ahí me muero. Se aculó en ellas. Un gazapeo cuando El Juli amenazó con obligarle en una suave tanda de naturales y de pecho. Cundió la impaciencia. Algún grito suelto. El Juli trató de recomenzar. Y una expeditiva estocada: honda y no entera, ladeada.

Mala corrida, gran toro

Pero saltó un toro de gran estilo: Misterio, negro mulato. Acucharado, astifino, en el tipo perfecto de lo antiguo de Jandilla, o sea, Zalduendo. Enseguida estuvo el toro en danza, con alegría. Una escarbadura antes de empezar y un discreto raje de última hora, pero con muerte de bravo. Hizo el esfuerzo Salvador Vega. Descalzo, por cierto. Una faena inconstante, desordenada, incluso algo caótica, sembrada de gestos a la galería, de más dibujos que ideas. Hubo algunos muletazos preciosos. Se le debían al toro. Con ambiente muy a favor, no hubo, en cambio, corazón con la espada. Un pinchazo hondo, rueda de peones, otro pinchazo, una estocada.

El otro toro potable de Victoriano del Río fue, con el hierro de su hijo Ricardo, de la procedencia Los Bayones. Un toro lisardo. Negro salpicado. 580 kilos, cinqueño, cabezón, ancho de todo, corto de manos. Muy frío. Con las fuerzas justas. Los que llevaba revueltos desde el paseíllo se echaron encima del toro y del palco, y la gresca fue de las famosas.

Perera, espléndido

Pero no cedió el palco a la presión que reclamaba pañuelo verde. Y acertó. Perera estuvo espléndido con ese toro, que brindó sin que casi nadie lo viera a su apoderado, Fernando Cepeda. Lo espléndido fue todo. El todo y las partes. Primero, la apuesta por el toro. Lo había visto. Luego, la resolución y la tenacidad, porque el ambiente se había desmadrado y casi envenenado. Y para llevar razón la gente era imprescindible que el toro se cayera.

El tiento, el temple, la confianza, la firmeza, el asiento: cada una de esas cosas se encadenaron y, como por ensalmo, de pronto tuvo Perera el toro en la mano. Y fue como si hablara con él. Larga la conversación. Fue extensa de faena. Pero no pesó. Porque en las dos renuncias del toro, sólo dos, Perera aguantó de valiente, y eso conmovió. No sólo cabeza y corazón. Alma también. El vuelco de plaza resultó formidable. Todo el mundo con el torero de golpe. Unas bernadinas para terminar de hervir. Y una estocada extraordinaria. Una oreja y casi dos. Dos mereció trabajo de tan rica trama.

Un minúsculo aunque descaradillo tercero, fundido al décimo embroque, no dejó a Perera más que avisar y, de paso, cobrar gran estocada.

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