Borrar
¿Qué ha pasado hoy, 17 de abril, en Extremadura?

Orwell para la vida diaria

Hay que aprender a parar a tiempo:no todas las causas justifican el esfuerzo. Cuando se empieza a perder el humor o el sueño, a obsesionarse o ver cosas raras, hay que tirar el escudo

diego íñiguez

Martes, 8 de agosto 2017, 23:08

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Los niños de hoy leen en el colegio ‘Rebelión en la granja’, el libro más redondo de Orwell: una fábula sobre el estalinismo, pero con valor universal, que cuenta cómo los cerdos, dirigentes de una revolución de animales que ha expulsado a los humanos, van cambiando paso a paso los principios de la revolución, imponen un régimen totalitario y llegan a ser indistinguibles de los antiguos explotadores. Leyendo a Orwell, los niños descubren los abusos del poder. Aprenden a reconocer las mañas de los estalinistas del aula, del equipo deportivo o de la asociación juvenil, entienden cómo se corrompen los dirigentes, cómo usan los medios de todos en su beneficio, cómo intentan escapar del control y la crítica.

La historia es conocida. Los animales de la granja, inspirados por el Animalismo del viejo Mayor y dirigidos por los cerdos Snowball y Napoleón, expulsan a los humanos y establecen un gobierno democrático. Los cerdos, los animales más inteligentes, son los nuevos dirigentes. La nueva ley son los siete mandamientos del Animalismo, inscritos en la valla: «Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo; todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es amigo. Ningún animal usará ropa, dormirá en una cama, beberá alcohol, matará a otro animal. Todos los animales son iguales».

Los animales mejoran sus condiciones de vida, rechazan un contraataque de los humanos gracias a Snowball. Pero este tiene que huir cuando estalla la rivalidad entre los dos líderes y Napoleón le echa los perros. Desde entonces, los cerdos dirigentes le atribuyen sabotajes, conspiraciones y todos sus fracasos. Napoleón se convierte en el líder supremo. Mantiene el poder con la jauría de perros. Sin que nadie sepa cómo, los mandamientos de la pared van cambiando sutilmente: ningún animal dormirá en una cama con sábanas, beberá alcohol en exceso, matará a otro animal sin motivo. Los demás animales llevan una vida dura, comen cada vez peor. Los cerdos engordan, viven en la casa del antiguo granjero, usan su ropa, empiezan a andar sobre las patas traseras. Cuando Boxer, el infatigable caballo, cae exhausto, Napoleón le malvende, pero explica que ha muerto pacíficamente en el veterinario. Las gallinas que se niegan a darle sus huevos son ejecutadas. Un día, Napoleón invita a su vecino humano a la granja y los animales no logran distinguir al uno del otro. El burro filósofo lee la transformación final de los mandamientos: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros».

¿Cuándo abusa de su poder el delegado de clase, el entrenador del equipo, el portavoz de la asociación? Son indicios los mandatos demasiado largos, la resistencia a los cambios y las críticas, la manipulación para imponer sus preferencias, conseguir ventajas o satisfacer su vanidad.

Los instrumentos también son comunes: llamar a la unidad frente a un adversario real o inventado; cambiar las reglas, las versiones de la historia o los objetivos políticos para adaptarlos a su interés de cada momento; ocultar sus fines o móviles reales bajo un manto de principios elevados; acusar a los críticos de intenciones ocultas o lazos con el adversario; el reglamentismo frente al debate abierto y el voto. Una técnica frecuente es elevar el conflicto: el que critica una idea o una práctica se opone a la asociación entera. Otra, alimentar la tensión: toda oposición es contestada con descalificaciones rotundas o el descrédito. Los debates acaban cuando los perros del jefe gruñen amenazantes o un coro de fieles, como las ovejas de Orwell, que balan «cuatro patas sí, dos patas no», los convierten en un guirigay. La agresividad y el malestar desaniman a los disidentes, que no tienen la energía que dedican los dirigentes a defender su posición y evitar que se consoliden posibles rivales.

¿Qué hacer frente al estalinismo de baja intensidad en el colegio, el club o la asociación? Lo cívico es plantar cara, hablar claro, hacer preguntas, protestar. Con calma, buenos modos y, si es posible, sentido del humor. Los tiranos, grandes o pequeños, temen a la burla que les pone en evidencia como el Diablo al agua bendita. Arrojando un chorro de luz sobre sus andanzas o sus intenciones, para que se vea lo que hacen de verdad y en beneficio de quién. El humor rearma a quienes lo entienden y arruina la estrategia de la tensión.

El abusón se resiste primero intentando seducir al que percibe como posible rival, incorporarle a sus privilegios, hacerle uno de los suyos. Si no funciona, reacciona agresivamente para intimidarle, aislarle de los demás o desacreditarle: no es de los nuestros, trabaja para el enemigo –que puede ser el profesor, el árbitro, el equipo rival...–

El que resiste al tirano acaba ganando. Ni los más aferrados al poder, los presidentes que gobiernan clubes, congregaciones o asociaciones durante decenios, logran escapar a la sentencia del tiempo, el hartazgo o las investigaciones de la policía judicial.

Pero hay que aprender a parar a tiempo: no todas las causas justifican el esfuerzo, hay una vida que disfrutar, mucho que estudiar. Cuando se empieza a perder el humor o el sueño, a obsesionarse o a ver cosas raras –conspiraciones, submarinos amarillos, elefantes en la habitación– hay que tirar el escudo, como Arquíloco. Cuando uno empieza a ver que la cara del presidente del equipo, el coordinador de la asociación o el profesor que detesta se transforma en la de Napoleón, el Stalin de los cerdos, con sus ojillos brillantes, su sonrisa hipócrita y sus carnes blandas, ha llegado la hora de cambiar de casa, colegio o afición. Saber esto desde pequeño es una suerte. Niños y niñas tiene que aprender a leer y escribir bien, a pensar por su cuenta, a debatir respetuosa y eficazmente. A plantar cara a los abusones… y a dejarles con un palmo de narices cuando hayan quedado en evidencia, sin gastar más tiempo en ellos. Tienen que aprender que el tiempo es precioso. Que una vida feliz requiere reconocer que ‘los nuestros’ a veces no son los que pensábamos, los que en teoría comparten nuestros gustos, valores o aficiones, sino las personas que admiramos, con las que congeniamos, hacemos cosas a gusto y lo pasamos bien. Orwell sigue siendo un maestro del lenguaje, de la política y para la vida diaria.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios