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IRMA CUESTA
Domingo, 6 de mayo 2018, 20:08
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Si es usted de esos a los que el olor del verano le pone cuerpo de jota y le provoca unas ganas irrefrenables de viajar, debe saber que cada vez hay más sitios a los que será complicado llegar. Y no solo hablamos de ese archipiélago olvidado del sur del océano Atlántico, o de ese poblado africano en donde nadie recuerda haber visto jamás a un forastero. De seguir así las cosas, puede que a la vuelta de unos años debamos aguardar pacientemente a que otros colegas viajeros nos dejen hueco para poder pasear por Venecia, Dubrovnik, Santorini o Capri; darnos un baño en una idílica playa tailandesa o fotografiarnos ante el Taj Mahal...
La decisión de las autoridades venecianas de colocar unos tornos en los accesos de la ciudad para tratar de frenar a las hordas de turistas que cada día recorren sus calles no solo ha levantado en armas a buena parte de sus cada vez menos vecinos, también ha reabierto un debate que cada país encara como puede mientras los expertos alertan: las capitales que fijan impuestos, los monumentos arqueológicos o arquitectónicos que cuelgan el cartel de completo, las ciudades que limitan el acceso a visitantes y cruceros, y los países que, directamente, cierran islas y playas, serán cada día más numerosos. Y es que, por mucho que ese ansia por recorrer mundo que parece habernos poseído a buena parte de los humanos sea algo relativamente nuevo para la mayoría, parece no tener fin. Según la Organización Mundial del Turismo, en 2017 mil trescientos millones de personas se dieron un garbeo por algún rincón del planeta; en solo una década -aseguran-, seremos 1.800 millones los que en algún momento del año hagamos las maletas.
La joya croata del Adriático hace tiempo que dejó de ser el paraíso terrenal que casi hace perder la cabeza a Bernard Shaw. Y no es que haya perdido encanto o belleza, es que es complicado disfrutar de una de las ciudades más bonitas de Europa cuando sus calles están atestadas de turistas. De que el problema es importantes da idea el hecho de que sus responsables hace tiempo que hayan decidido tomar medidas. Ahogada en visitantes, hace ya dos años que las autoridades tratan de restringir a un máximo de 8.000 las entradas en el casco antiguo. Lo hacen -o tratan de hacerlo- mediante un sistema de cámaras de vídeo que se han colocado en las tres entradas de la ciudad y en el puerto, y cuya información es enviada a hoteles y cruceros para desanimar a los viajeros a visitar la zona en los momentos de mayor tráfico. «Hemos invertido cantidades importantes de dinero en promocionarnos y queremos que los turistas vengan, estamos orgullosos de ellos, pero Dubrovnik es una ciudad frágil, patrimonio de la Unesco, y queremos que así siga», explicó su alcalde cuando anunció que se pondría coto a tanto jolgorio. Incrementar el precio del billete para acceder al casco antiguo, de 120 a 160 kunas (unos 21 euros), y que los autobuses se estacionen a 600 metros de la principal entrada del casco viejo, en lugar de hacerlo enfrente, son otras de las medidas aprobadas hasta ahora. Dubrovnik se esfuerza en seguir sobreviviendo.
No solo Venecia, que acaba de saltar al primer plano gracias a la idea de su alcalde de instalar unos tornos para controlar el acceso de visitantes, en realidad, casi toda Italia está siendo fagocitada por el turismo masivo. Antes anhelado, el ejército de viajeros que cada año, y especialmente cada verano, desembarca en sus calles, ha acabado convirtiéndose en un serio problema. Mucho antes de que Venecia se hiciera con sus famosos 'check points', a Cinque Terre, en el extremo sur de la costa mediterránea de la región de Liguria, prácticamente ya en la frontera de la Toscana, uno no entra si no dispone de un billete que sólo se expide en cantidades limitadas; no se venden más billetes de tren de los estipulados y los coches que no tienen asegurado un aparcamiento son invitados a darse la vuelta. Y mientras en Florencia el 77% de sus vecinos pide a gritos una solución, en Capri su alcalde ya ha anunciado que en breve tomará medidas a la veneciana. «Existe el riesgo de que Capri explote: no se puede meter un litro y medio de agua en una botella de un litro. Damos la bienvenida a los turistas, pero dos millones al año es demasiado», ha dicho su alcalde.
Anastasios Sorsos, que así se llama el regidor de la isla de playas negras, ya ha remitido al Gobierno griego su plan para poner un tope a los amarres diarios de cruceros (en 2017 atracaron cerca de 700), ha solicitado al Ministerio de Turismo que declare la isla turísticamente saturada y ha pedido al Ministerio de Medio Ambiente que prohíba construcciones fuera de las poblaciones. Con poco más de 10.000 habitantes, la isla acoge a más de cinco millones de visitantes anuales y parece dispuesta decir basta. ¿Por qué?
Con tanta gente, los cortes de electricidad, los problemas de suministro de agua, la complicada gestión de los puertos y los aeropuertos, la falta de hospitales, de ambulatorios e, incluso de barrenderos para tender semejante flujo de gente, aderezado por un meteórico encarecimiento de la vivienda parecen razones más que suficientes.
Hace dos años, las autoridades tailandesas anunciaron que la isla de Koh Tachai, uno de los paraísos del país, quedaba cerrada a los turistas por un periodo indefinido. El cierre, explicaron, tenía como objeto intentar paliar los efectos negativos que sobre los recursos naturales supone el enorme flujo de turistas.
Hasta que hace poco menos de diez años se abrió al turismo, Koh Tachai era uno de esos lugares paradisíacos que muy pocos tenían el gusto de conocer. Situada en la punta norte del Parque Nacional de Similan, sus 12 kilómetros cuadrados, sus increíbles playas de arenas blancas y sus enormes arrecifes de coral, rápidamente se convirtieron en un destino de primera. Sin embargo, a punto ha estado de morir de éxito. Preparada para albergar a 70 turistas, estaba recibiendo más de mil.
Algo así es lo que le pasado a la playa Maya Bay, ubicada en la isla de Phi Phi Leh, al sur de Tailandia. El increíble lugar en el que se rodó 'La playa', y en el que Leonardo DiCaprio andaba buscando algo de sentido a su vida, no ha dejado de recibir visitas desde entonces. A aquel recóndito paraje, en el que con suerte se podía ver pasar de mes en mes un barquito de pesca, llegan hoy una media de 4.000 visitantes al día en 200 embarcaciones. Con los arrecifes de coral a punto de sucumbir y buena parte de vida marina ya desaparecida, los investigadores han decidido prohibir el acceso a partir de este mes de junio durante cuatro meses. Cuando Maya Bay se vuelva a abrir, sólo podrán visitarla 2.000 turistas al día en unos muelles en la parte opuesta de la isla.
La noticia de Maya Bay casi coincidió con el anuncio de otro cierre: el de la filipina isla de Boracay. Hace poco más de una semana, el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, ordenó la clausura de la que es una de las áreas más populares del archipiélago, hoy convertida «en una cloaca». También anunció que, durante el periodo de cierre, tiempo que se aprovechará para construir nuevos saneamientos, sólo los residentes, unas 40.000 personas, podrán utilizar el ferry.
La que ha vuelto a abrir al público, pero con restricciones, es la Playa del Amor, en el Pacífico mexicano. Después de varios meses en los que se ha tratado de restaurar el ecosistema del lugar, las autoridades han decidido organizar el asunto ante las malas prácticas turísticas que afectaron las colonias de coral. Desde su reapertura no más de 116 personas pueden visitarla por día y solo un máximo de 30 minutos. De bucear, nada de nada.
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