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La bahía del dragón que escupía jade

La bahía del dragón que escupía jade

2.000 islas, pueblos pesqueros, playas de arena blanca y cuevas de ensueño. Es el decorado colonial de la bahía de Halong, en Vietnam, una de las Siete Maravillas naturales

ZIGOR ALDAMA SERGIO GARCÍA

Domingo, 23 de octubre 2016, 12:15

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Amanece sobre los dientes de sierra que salpican la bahía y la esfera dorada no tarda en convertirse en una alfombra deslumbrante que se encarama al barco e inunda la cubierta de madera. Las tripas de la nave -que luce velas como de sampán, pero tiene servicio de habitaciones, caja fuerte y wifi- empiezan a regurgitar con una cadencia seca, machacona, que hace vibrar el suelo bajo los pies y pone en desbandada a los pájaros que han pasado la noche al abrigo de los árboles. El mar es como una lámina de aceite, terso hasta donde alcanza la vista, sin olas que distraigan. Es difícil sustraerse a la atmósfera evocadora, y a ello contribuyen el calor tropical y la humedad, que no tardan en manifestarse sobre el lienzo de las camisas, inmaculadas hasta cinco minutos antes. Vienen a la memoria todos los libros guardados con arrobo; sus páginas con olor a viejo, a goma arábiga. Uno espera sentirse aquí más cerca de Sandokan, el Tigre de Mompracem; o de Lord Jim, el capitán del 'Patna', antes de que un acto de cobardía marcara a fuego su destino. Una mujer se apoya en la amura de babor y no puedes por menos que imaginarte a Catherine Deneuve despidiéndose de ese Vietnam colonial y demodé, de papel cuché; mientras el piloto, inmutable, la sigue con la mirada y fuma, fuma hasta que la brasa casi toca la piel.

La bahía de Halong es uno de esos lugares que parecen creados para describir la palabra 'escenario'. Dos mil islas salpican una extensión de más de 1.500 kilómetros cuadrados, muchas de ellas farallones que surgen del mar cubiertas de espesa vegetación, como colmillos que se estirasen para tocar el cielo. Que ese archipiélago esté aquí y no en otro sitio tiene varias explicaciones, dependiendo del interlocutor. Unos le dirán que Halong es el fruto de millones de años de erosión, de cómo el clima tropical puede desgastar un terreno calcáreo hasta modelarlo como si fuera barro; otros le hablarán de aquel dragón que en vísperas de una de tantas invasiones chinas levantó el vuelo y escupió jade sobre la bahía hasta llenarla de escollos con que detener el avance de la flota enemiga, sentando las bases de lo que sería el futuro Vietnam. Es fácil comprender por qué la segunda teoría prende en la memoria con mucha más eficacia.

Como piratas

Viajar a Vietnam y no hacer un crucero por Halong es como venir a España y no visitar la Alhambra. A la bahía se llega desde Hanoi, un viaje de cuatro horas y 170 kilómetros, con monumentales caravanas a la salida de la capital, paradas 'por decreto' donde venden lo mismo cuadros que quincalla, y un tráfico al que se suman jubilosos animales de carga y un enjambre de motocicletas. Los autobuses transbordan a los viajeros en Bay Chai, donde espera una flota de barcos con vocación de hoteles, y como ellos clasificados por estrellas según su grado de comodidad. El trasiego es incesante y hay puntos donde las aglomeraciones son inevitables, no en vano el lugar engrosa la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco y es desde 2011 una de las Siete Maravillas naturales del planeta, junto a lugares paradisiacos como las cataratas de Iguazú, la Amazonía o la isla coreana de Jeju.

La bahía alberga pueblos de pescadores como Vung Vieng o Cua Van, rodeados de montañas escarpadas. Comunidades de no más de mil personas, agrupadas en casas flotantes que sirven al mismo tiempo de mercados locales donde se retuercen anguilas, percas y crustáceos; y se amontonan cestos de chirimoyas, lichis o la exótica pitaya, conocida por esos lares como 'fruta del dragón'. Donde la vida transcurre entre redes y guirnaldas de colores. Es un universo abierto al turismo, pero al mismo tiempo celoso de su identidad. Los sombreros cónicos puntúan las barcas a remos que se abren paso como a tirones, mientras en cubierta el licor de arroz corre con generosidad y la 'happy hour' abre las esclusas de la fraternidad entre los pueblos. Cae la noche y, por un momento, puede parecer que hemos cambiado el Golfo de Tonkin por Isla Tortuga y su grey de irreductibles piratas.

A una hora de navegación se encuentra la playa de Ti Top, llamada así en recuerdo a un astronauta soviético que visitó la zona en compañía de Ho Chi Minh. Una cala de arena blanca, con barcos fondeados a la vista y un chiringuito con techo de palma. A su espalda, una escalera se adentra en la espesura y por ella avanzan los más animosos camino de un mirador desde donde se divisa gran parte de la bahía. Son apenas cien metros de altitud, suficientes para convertir el lugar en una atalaya privilegiada, poblada de especies endémicas que convierten el bosque en una jaula de grillos.

Y las cuevas, con su guarnición de estalactitas y estalagmitas coloreadas, de simas abismales, de grietas por donde se desliza la luz como si cada amanecer fuera una revelación. Quizá la preferida de todos sea la de Hang Sung Sot, o de las Sorpresas, descubierta -cacarean los franceses- en 1901, como si fuera posible descubrir algo en un lugar que lleva habitado miles de años. En su interior, convenientemente bañada por una luz rosa, se yergue una columna con forma de falo que es la atracción del lugar, el ídolo que ha alimentado durante generaciones todos los rituales de fertilidad. Para quedarse de piedra.

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