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Convivencia y conveniencia

ALFONSO TRULLS PERIODISTA Y ESCRITOR

Lunes, 4 de mayo 2015, 00:39

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HABLAN mucho de soledad en sociedad, de vivir solo pero rodeado de gente. Es del huraño, de la soledad del insociable, de lo que verdaderamente hablan sin saberlo. Los humanos somos seres sociables desde la cuna, aunque haya algún que otro espécimen que se encargue de demostrarnos que esa condición se rompe, desgraciadamente para él. La convivencia es necesaria e innata a la sociedad y por lo tanto deberíamos tratar de perfeccionarla con afables y pragmáticas actitudes en el día a día. Un asunto francamente difícil para algunos, para casi todos constituye una agradable obligación tenaz en su ejercicio y mejora.

Uno tiene la arraigada creencia de que la buena convivencia, tanto en sociedad como en pareja, debe estar basada en la incondicional aceptación de la otra persona, de su manera de ser, aceptando las cojeras que ésta pueda mostrar en su comportamiento, de la misma forma que aquella admite las nuestras. Se debe evitar por todos los medios -no es fácil- el solipsismo, ya saben, encerrarse en el yo e interesarse sólo por lo que pueda afectar e interesar únicamente a nuestra persona y a nuestros intereses.

Un ejemplo. Un político de importancia se desliga de sus congéneres, de aquellos con los que se supone se alió para cuidar de su gente, los extremeños, y le surge un feo y desmesurado ego que manifiesta sin pudor alguno a través de la comunicación audiovisual masiva para hablar solo de sí mismo y de sus benefactores logros. Ni mencionar sus fiascos, ni hablar de sus omisiones, solo el yo para y por el yo. Un desaire a los suyos, un feo autobombo. A nadie se le ha escapado que detrás de esa manifestación de solipsismo se encuentran, sin necesidad de escarbar, conveniencias personales y de otro orden.

A otra persona, mermada pero con absurdas pretensiones a dirigente, sólo le preocupa que no le quiten el trono de reinona, pelea denodadamente, después de un ruidoso fracaso, por conservar un supuesto y vergonzante liderato. Da igual lo que piensen los demás, no importan las malas consecuencias y ejemplos que se da a la sociedad y mucho menos el bienestar que siempre le han prometido, solo le conciernen sus interesadas conveniencias de poder. Qué pena.

Hay otra variedad de espécimen. Es el caso del dirigente supremo, el que debería ser la cabeza pensante y bienhechora de nuestro país. En este caso, basa su supervivencia, su intención solo ganadora, su propia conveniencia, en estarse quieto, en no hacer nada que afecte a su inmovilista actitud. Solo fotos y otras vistosidades mientras trata de frenar a sus más cercanos para que no piensen ni pergeñen nada contra él. Solo importa la propia conveniencia.

Si cada cual aplicase ese comportamiento a la pareja con la que convive, a sus amigos y vecinos, en resumen, a su círculo vital de convivencia, esta se arruinaría inmediata e inevitablemente. Desoladora consecuencia.

Ante ese teatro de feria que nos ponen delante de las narices, uno piensa que las bases elementales de convivencia, las válidas, se están yendo al garete. Menos mal que después de más de medio siglo de rabieta entre dos países, el poderoso y el caribeño, se dan la mano y se plantean convivir buscando el bien de ambos. Ya sé lo que están pensando. Que ahí también subyacen ciertas conveniencias para ambos. Pues sí, pero se podrían considerar incluso necesarias para el buen entendimiento de esos dos pueblos. En este caso son correlaciones que fluyen en ambos sentidos, que no abrigan intereses escondidos y puramente personales. Es evidente que ese gesto de reiniciar una convivencia perdida podría beneficiar a ambos dirigentes reafirmándoles y dando crédito a su liderato -entre otras ventajas- pero también es innegable que en los tiempos egocentristas que nos ha tocado vivir, ese gesto, un sentido apretón de manos, es un campanazo -el más sonoro de mi vecino Mayorga- de esperanza por alcanzar una convivencia que ya no pedimos perfecta, pero sí honesta y bienintencionada.

A uno y creo que a todos, nos complacería sobremanera que nuestra vida cotidiana y la de nuestros dirigentes se caracterizara por la pura interacción social y que ésta brotara alejada e independiente de los propios intereses. Que nuestro día a día estuviera sobrado de experiencias existenciales, esas que implican dialogar, mirarse a los ojos, conocerse y comprender todos juntos la realidad que nos rodea para poder reparar sus averías para beneficio general, sin protagonismos ególatras ni conveniencias exclusivamente personales.

Uno, que se complace con la felicidad ajena, también suspira por una convivencia más sentida. Al fin y al cabo solo se nos requiere una actitud idónea para ese fin, tolerancia y sobre todo, empeño y buen humor. Y esto no es una utopía.

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