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Los negritos

CÉSAR RINA SIMÓN HISTORIADOR

Domingo, 26 de octubre 2014, 00:38

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Michel de Montaigne, 'Los ensayos'.

ESCRIBO estas líneas desde una ventana acuartelada del pueblo pesquero de Zway, cuatro horas al sur de la capital de Etiopía. Apenas alcanzo a ver algunos tejados metálicos y las vallas de seguridad de algunas fábricas que separan las personas de la propiedad. Ha llovido durante toda la noche. Por estas latitudes la naturaleza cae a plomo, y no hay máquina que enturbie el nocturno silbido de los grillos o el cachondeo de las hienas cuando rebuscan en la basura.

Llegué hace un mes con una maleta cargada de prejuicios televisivos. África, ese continente uniforme de moscas revoloteando sobre niños desnutridos, ese espacio incierto donde desarrollar el buenismo occidental de ONG y misiones, ese horizonte de enriquecimiento y silencio. El edificio de tópicos bien construido se fue desvaneciendo cada día, golpe a golpe, resultado de la interacción con gentes dotadas de la misma humanidad y capacidad craneal -¡vaya perogrullada!-, de las mismas inquietudes y respuestas que podemos tener en Europa.

Al exotismo de las narrativas románticas -la búsqueda del buen salvaje, del negrito- se le sumó la fe en el progreso, que vinieron a articular las sociedades humanas en dos grandes subtipos: las avanzadas y las primitivas, correspondiendo, como era de esperar, las sociedades de los teóricos con los estadios más altos de evolución. Las miradas hacia África han estado protagonizadas las últimas décadas por un morbo televisivo en que el ébola ha sido el último culetazo de estigmatización racial de un continente. En lo que va de año, el ejército de Israel ha provocado proporcionalmente muchas más muertes que el ébola, lo que no ha propiciado su inclusión en el 'top' de las pandemias. En España, un escandaloso brote de legionella ha caído en el olvido informativo por la irrupción de un virus con mayor potencial de audiencia, es decir, de miedo.

Había leído poco sobre mi destino, por suerte. Un reguero de lugares comunes que tipificaban en clasificaciones estancas comportamientos dinámicos, como pueden ser los nuestros, -«los ojos en que te miras, son ojos porque te ven», cantaba Antonio Machado-. El darwinismo social así como la noción de progreso, tan cuestionados por la filosofía y las ciencias sociales, siguen creando mitos evolucionistas en los sistemas educativos occidentales, perpetuando un racismo que ya no es de colores, sino situacional -no menos estúpido-.

Las primeras experiencias con los habitantes de Zway te llevan a pensar en una sociedad 'tradicional', anclada en los valores antehistóricos de la iglesia copta. Me pregunto qué es una tradición, cuántos años debe estar vigente para recibir este calificativo y si no es más que la reiteración, adaptación o resignificación de una cosmovisión compartida, siempre contemporánea. Hay una explicación utilitaria a estos usos 'tradicionales', pero quizá nuestra mentalidad capitalista e hiperindividualizada los prefieran denostar como formas de vida atrasadas, primitivas, mejorables. (No sigan leyendo los simpatizantes de la CEOE.) A una muerte le sucede un duelo que se prolonga durante varias semanas, en las que la comunidad acompaña, cocina y consuela a los familiares y amigos del fallecido. Con este comportamiento, es evidente que no se generan grandes activos en bolsa ni aumentan los índices de productividad del país. Sin embargo, no pueden negarme que la acción se acerca más a ese concepto genérico que entendemos por 'humanidad'.

Durante mi estancia aquí no he escuchado a nadie padecer ansiedad, depresión o estrés, cantinela diaria de una generación perdida de españoles por el abismo inabarcable entre oportunidades y expectativas. No quiero idealizar, pero he de reconocer que engancha este vivir presentista, sin necesidades complejas ni posibilidad de consumo, sin incertidumbres ni encantamientos. En definitiva, sin verte avocado a la elección constante. En Zway se ostenta cercanía, hospitalidad, características propias, personales, no complementos exteriores comprados. Este 'beatus ille' morirá -como lo hicieron los campos de Extremadura- envenenado por el imperio de la globalización, del dinero, del trabajo y la producción como valores supremos de la sociedad. Este pueblo ya agoniza por una multinacional holandesa de producción industrial de flores -expulsada de Kenia por utilizar pesticidas mortales-. Muchas familias, para huir de la incertidumbre, escogen el camino de la enfermedad y la esclavitud. Los vertidos tóxicos están acabando con el ecosistema del lago -principal fuente de alimentación de la zona- y provocan serias malformaciones que la multinacional ya se ha preocupado por ocultar construyendo un hospital de abortos para sus empleadas, a la moda occidental: 'do ut des'.

Adís Abeba, capital financiera y diplomática de África, recuerda al amasijo de coches, televisores y cadáveres que tan bien profetizara Wolf Vostell. La desigualdad aquí es pornográfica, vomitiva, y no por la sucesión tópica de chabolas y hoteles, estercoleros y balnearios de lujo. La desigualdad se palpa en los supermercados, en los centros de belleza, repletos de público occidental -salvadores del mundo con muchos dólares- y de diplomáticos obesos. No puedo evitar sobresaltarme cuando compruebo que una pequeña lata de comida de perro o una botella de un vino mediocre francés cuesta lo mismo que el sueldo íntegro de una sacrificada familia en Zway. Me gustaría pensar que esto no estalla porque los 'pobres' saben que la vida en la nube del consumo perjudica al hombre y a su comunidad. Me gustaría.

De vuelta a Zway, por una carretera repleta de ganado pastoreado por niños, pienso en todas las cosas que hemos perdido en Europa, hasta qué punto ha valido la pena el 'progreso' unidireccional, la utopía del mecanicismo, la independencia del individuo. El tiempo no es cíclico, pero no cabe duda que los modelos se suceden, y que llegará el día en que proyectaremos una imagen desaladora hacia el pasado, un tiempo que fue utopía y esperanza y fue seducción y desarraigo.

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