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Cuidados del yo y solidaridad

Hace poco, un establecimiento dedicado a cuestiones estéticas, más o menos relacionadas con la salud, exhibía en la puerta un cartel anunciando la posibilidad de recibir un «masaje solidario»

ANA MARTA GONZÁLEZ COORDINADORA CIENTÍFICA DEL INSTITUTO CULTURA Y SOCIEDAD UNIVERSIDAD DE NAVARRA

Miércoles, 27 de agosto 2014, 00:33

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Hace poco, un establecimiento dedicado a cuestiones estéticas, más o menos relacionadas con la salud, exhibía en la puerta un cartel anunciando la posibilidad de recibir un «masaje solidario». El anuncio llamó mi atención; después de todo, un masaje no es lo primero que viene a la mente cuando uno piensa en acciones solidarias. No obstante, nada impide considerarlo bajo esa perspectiva, en la medida en que se inserte en una acción guiada por una intención solidaria. De parte de los dueños del establecimiento, tal intención parecía clara, pues en el anuncio señalaban que la integridad del importe se destinaría a una determinada asociación (supuestamente promotora de actividades benéficas). Pero además la publicidad daba a entender que los potenciales clientes podrían solidarizarse con estos fines, ser personalmente solidarios, si contrataban esos servicios de masaje. Esa era la fuerza del anuncio.

Igualmente podría haberse tratado de la compra de un yogur con especiales propiedades anticolesterol, cuyo importe fuera a destinarse a las víctimas de cualquier catástrofe. Este tipo de iniciativas y anuncios, ya bastante frecuentes, me siguen llamando la atención porque sintetizan y buscan conciliar dos rasgos característicos de nuestra cultura tardo-moderna, que frecuentemente se presentan en tensión: el cuidado del yo y la preocupación solidaria.

Como viera Foucault, el cuidado del yo ha pasado a constituir un rasgo dominante de nuestro tiempo. Entre nosotros, este rasgo se ha hecho especialmente perceptible en las dos últimas décadas; me da la impresión, además, que las iniciativas que buscan satisfacer esta demanda no se han resentido mucho por la crisis -a modo de ejemplo, en una pequeña calle de no más de 200 metros, en mi ciudad natal se han abierto en los últimos tiempos tres establecimientos de belleza-. A juzgar por la multiplicación de normas y consejos de salud, de belleza, de estilo, cada vez más minuciosas y exigentes, que, especialmente en época estival, colonizan los medios comunicación y que tienen por destinatario al individuo -último responsable de su propia salud y apariencia-, da la impresión de que el cuidado del yo se ha convertido en una obligación ética cada vez más definida y detallada, alentada socialmente por mil vías distintas e interiorizada personalmente con una docilidad casi absoluta.

Esta corriente, sin embargo, coexiste con una innegable preocupación solidaria, que lleva con frecuencia a vincular nuestras prácticas de consumo a fines sociales. Así lo han entendido los creativos publicitarios, intérpretes infatigables de los valores dominantes y siempre al acecho de valores emergentes. Ciertamente, la artificial conexión de valores solidarios y actos de consumo, da a entender que, en el fondo, no nos creemos realmente que nuestros deberes terminen en nosotros mismos, y precisamos justificar, ante nuestros propios ojos, los cuidados que nos dispensamos, añadiendo un fin más o menos altruista.

Es verdad, por otra parte, que una cosa es que nuestros deberes no acaben en nosotros mismos, y otra que no existan tales deberes. Pues aunque sin duda los cuidados que nos dispensamos pueden ser excesivos, en algún caso también podrían ser escasos. ¿Quién no ha tenido que decirle a un amigo, o a un pariente, particularmente dedicado, que debe cuidarse más a sí mismo? La medida justa del propio cuidado no podemos establecerla de una vez por todas y para todos por igual: en acertar, precisamente, consiste la sabiduría ética, en la que los antiguos cifraban la felicidad

Cabe observar, sin embargo, que, con carácter general, en el contexto de la sociedad individualizada, el auténtico reto moral que tenemos planteado es el de lograr una verdadera transición del yo al nosotros. Y, a este respecto, la práctica de vincular un fin solidario a un acto de consumo centrado en el cuidado del yo presenta siempre un rostro ambiguo. En efecto: aunque la importancia de las relaciones de mercado y de consumo en nuestro mundo permiten comprender los intentos y la voluntad de expresar la solidaridad por ese mismo medio, la cualidad más o menos solidaria de tal acto no puede darse por descontada: asociar un fin solidario a una práctica de consumo centrada exclusivamente en el cuidado del yo, puede responder a una voluntad de «matar dos pájaros de un tiro», pero puede ser también una fuente de autoengaño. Y posiblemente lo sea si los sentimientos solidarios no encuentran otros cauces de expresión más directos y genuinos, donde el cuidado del otro, las obligaciones para con el otro, pasen a primer plano, incluso con detrimento aparente del yo.

Aparente, digo, porque, sin caer en la trampa psicologista, que mira la relación con el otro exclusivamente en clave de gratificación personal, el cuidado del yo puede plantearse también en un plano más profundo, atento al auténtico bien de la propia persona, que, como veía Platón, debe tomar en consideración la piedad y la justicia. Desde esta perspectiva, el mismo cuidado ordinario del yo puede plantearse en clave solidaria. Así, ocurre, cuando, con todo sentido, hablamos de que el propio cuidador se cuide, con el fin de que pueda realizar mejor su tarea, que no es nunca una simple tarea técnica, pues en ella de algún modo queda comprometida su persona. El cuidado del yo tiene entonces un sentido ético evidente, porque se despliega en un horizonte social, que toma en cuenta las necesidades de otras personas, y las toma como medida de las propias.

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