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¿Y en la tierra paz…?

Aún faltan días para la Nochebuena y Navidad, para llegar a las cuales es paso obligado el 21-D, jornada electoral en Cataluña

TERESIANO RODRÍGUEZ NÚÑEZ

Viernes, 15 de diciembre 2017, 23:49

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Las frías mañanas de diciembre me retrotraen indefectiblemente a los años de mi infancia. Difíciles años aquellos de postguerra, llenos de privaciones en ciudades y pueblos. Aunque probablemente se sobrellevó mejor el hambre –una de las primeras y más extendidas calamidades consecuencia de la guerra– en los pueblos que en las ciudades, porque era en aquellos donde se centraba la producción, sin entrar en la cuestión de la intervención de productos. En el mío, pasado el verano se entraba en época de recolección. Los primeros días de octubre eran tiempos de vendimia: uvas para vino, naturalmente; pero se seleccionaban también las «uvas de colgar», variedades que aguantaban en la oscuridad de despensas y alcobas, y aseguraban el postre durante un tiempo. Noviembre era tiempo de castañas: abundante entonces la producción, nos pasábamos todo el mes en la recogida, que aseguraba luego «calboches» y «socochones» (castañas asadas las primeras, cocidas las segundas, con leche y azúcar o miel quienes disponían de ello), así como castañas pilongas, la mayoría, que secas al humo aseguraban durante meses pienso para el ganado. En diciembre ya sólo se pensaba en aceitunas, pues estaba encima la recogida. A pesar de ello, diciembre era uno de los meses más fiesteros del año con la Inmaculada, la matanza, la Navidad…

Las matanzas se concentraban mayormente en la primera quincena de diciembre. Tan ello es así, que la festividad de la Inmaculada o «Fiesta de la Pura», el 8 de diciembre, era popularmente conocida como «Nuestra Señora ‘la Mondonguera’», porque mondongo es la variedad de carne de cerdo que, convenientemente adobada, es la base de chorizos, morcillas, longanizas y cuanto los cerdos pueden dar de sí y ser introducido en tripas, y en el entorno de la fiesta se andaba en tales menesteres. En cuanto a la Navidad, bien puede afirmarse que aquellas ‘navidades’ de mi infancia en los años cuarenta del siglo pasado eran las fiestas más esplendorosas y populares que recuerdo, en las que de una u otra manera, con uno u otro papel, tanto mayores como pequeños, todos tomaban parte, tratárase de actos religiosos, de bailes populares, de la ronda de los mozos la noche del 25, de la «petición de los chorizos» la mañana del 26, cuando las mocitas rondadas obsequiaban así a los rondadores, sin que faltaran algaradas y grescas de los recientemente casados tratando de arrebatárselos al mocerío; por la tarde ya, otra vez los bailes en la plaza, en los que se daba cita el pueblo entero hasta bien entrada la noche.

No sé por qué, cuando me he plantado delante del ordenador tratando de pergeñar un artículo para este 16 de diciembre, casi asomados ya a la Navidad, se me han agolpado estos recuerdos infantiles. Debe ser el choque de contrarios, el ayer y el hoy, tan distantes y tan distintos. Antaño, con una guerra recién acabada, los mayores apenas hablaban de ello delante de los niños, como si temieran que pudieran hacernos daño sus recuerdos. ¡Qué distinto todo hoy, cuando no hay nada para callado! Los medios de comunicación nos bombardean desde hace semanas con la cantinela de la ya próxima Navidad; los escaparates de las tiendas compiten en la exhibición tentadora de sus ofertas; hasta la iluminación especial de las ciudades tiene un trasfondo propagandístico, no sólo de la ciudad, sino de cuanto en ella se ofrece para el consumo y la diversión. Todo sea por el turismo y las ventas.

Ahora bien, sería engañoso mi comentario en este sábado, 16 de diciembre, si me quedara aquí. Aún faltan días para la Nochebuena y Navidad, para llegar a las cuales es paso obligado el 21-D, jornada electoral en Cataluña. Poco nos preocuparía en circunstancias normales. Pero tras la tormenta desencadenada el 1-O, esa especie de levantamiento camuflado de referéndum para proclamar la independencia de Cataluña, ha desaparecido el sosiego, pero no sólo para los catalanes, sino de una u otra manera para el resto de los españoles, por cuanto afecta a la integridad territorial de España. Nunca he sido capaz de comprender el discurso independentista de tantos catalanes: porque si condado fue Cataluña, cualquiera puede citar media docena de reinos históricos de España, base más sólida que la del independentismo catalán. Oigo hablar a los independentistas radicales y me avergüenzo de sus burdas fabulaciones y lo que es más grave, que asienten sobre ellas su pretendido derecho a decidir y proclamar por sí y ante sí la República Independiente de Cataluña, que no es cosa de ellos, sino de todos los españoles, según establece el Art. 2 de la Constitución que «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…». ¿Tan difícil es para los catalanes entender qué significa «unidad indisoluble» y «patria común e indivisible» que recoge el Art. 2 de la Constitución? Por eso, la aplicación del Art.155 frente al unilateral independentismo catalán no es sólo una posibilidad, sino que creo un deber por parte del Senado y el Gobierno.

Faltan cuatro días para las nuevas elecciones en Cataluña. Sería buena cosa, por el bien de todos, que se desarrollen con normalidad. Y que el amplio sector de catalanes moderados, conscientes de lo que se juegan, acudan a votar. Pero mucho me temo que no faltarán los dispuestos a la gresca, y mucho más si las que fueran sus expectativas no llevan las de ganar.

El huido expresidente Puigdemont sigue haciendo el ridículo por Bélgica. No sé si piensa volver, aunque sólo sea para armar gresca y dar que hablar, a base de declaraciones hilarantes, como algunas de las que ha ido dejando por tierras belgas. Tal vez antes sepamos si vuelve como presidente con ánimo de recuperar el reino perdido, si como aspirante a presidente en los nuevos comicios o como justiciable, para no ser menos que sus exconsejeros en prisión. No veo por qué, frente a los insostenibles afanes independentistas de algunos, hay que ser comprensivos y condescendientes. El buenismo no debería tener cabida donde la prevalencia del imperio de la ley es una exigencia: y menos cuando se pone en juego la integridad de un país o se contravienen las leyes en asuntos graves. Si a Pablo Iglesias o al socialista Iceta no le gustan las leyes, que propongan su modificación. Pero que no jueguen a un buenismo tontorrón y pidan levantar las sanciones a quienes han incumplido leyes en asuntos graves. Pero debo acabar y vuelvo a la Navidad: anticipándome, vayan mis felicitaciones y buenos deseos para todos los que esto leyeren y sus familias. La próxima vez, con el año ya a punto de expirar, hablaremos del futuro.

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