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Puigdemont o nada

El auto judicial pone en evidencia el secuestro moral al que el expresidente somete al independentismo y a Cataluña

Martes, 23 de enero 2018, 00:07

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El juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena rechazó ayer la petición de la Fiscalía para cursar una euroorden de detención de Carles Puigdemont durante el viaje a Dinamarca del expresidente de la Generalitat, que constituye un nuevo desafío al Estado. Los argumentos que expone Llarena no cuestionan, lógicamente, la necesidad de que Puigdemont sea puesto a disposición de la Justicia española, sino que entran a valorar las consecuencias de una solicitud que fuese atendida solo parcialmente por las autoridades de Copenhague y que la detención del líder independentista le permitiría alegar que no puede personarse en la sesión de investidura por encontrarse en una situación impuesta contra su voluntad. Todo ello conduce al magistrado a abogar por un momento más idóneo para, si acaso, proceder a la euroorden. Las consideraciones de oportunidad del juez Llarena van más allá de lo estrictamente jurídico, dado que trata de adelantarse a las posibles intenciones de Puigdemont ante la próxima constitución del Gobierno de la Generalitat. El líder y candidato de Junts per Catalunya obliga al Supremo a actuar con un sentido de la eficacia judicial que bordea los límites de su función jurisdiccional. Situación que el Alto Tribunal no podría eludir sin incurrir, al mismo tiempo, en una actuación ingenua o de trámite respecto a alguien que expresamente ha manifestado su propósito de eludir a la Justicia, pero que da continuas muestras de querer jugar con ella como poder del Estado constitucional. También ayer el nuevo presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, anunció que Puigdemont es el único aspirante a presidir la Generalitat; y lo hizo sin avanzar fechas ni procedimientos para su investidura. El viaje de Puigdemont a Copenhague, en cuya universidad disertó y tuvo que responder a preguntas sobre el sinsentido de su empeño, no solo pudo entenderse como un acto de «provocación» frente al Estado de Derecho –en palabras del juez Llarena–. Representó también un desafío dirigido a los socios independentistas que, a cada paso, se sienten coercidos por los designios de alguien que simultanea la vindicación de la Generalitat anterior al 155 y el encabezamiento de su propia lista electoral, vencedora en la liza con ERC el 21-D. Un desafío ante el que el secesionismo catalán no tiene más remedio que decantarse. Y cuanto antes.

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