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¿Qué ha pasado hoy, 18 de abril, en Extremadura?

De aquella patria estas naciones

El nacionalismo vasco, catalán o el que toque, aceptan la dialéctica institucional siempre que los euros lleguen. Cuando se retrasael pago del alquiler, o se quiere subir la renta, las autonomías enarbolan su identidad contra el enemigo español

César Rina

Martes, 19 de septiembre 2017, 00:07

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«Sabemos que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra».

Antonio Machado, 1908.

No hay mejor patria que la duda, decía Goytisolo sobre Cervantes. Era su forma de entrar en el reincidente listado de heterodoxos que generación tras generación se va enriqueciendo con exiliados y perseguidos por los salvapatrias con pulsera rojigualda –española o catalana, caprichoso es el destino de los colores– y cuentas en Suiza. Conviene más que nunca vindicar la duda ante el horizonte de certezas que colman de ruido los debates públicos. Tomar distancia y mirarse en el espejo ante la prohibida consulta del 1-O, convocada por un gobierno corruptísimo que ha tapado sus vergüenzas con una bandera y que además ha permitido por un criterio de alteridad que su opositor, el corruptísimo gobierno español, esquive el acoso judicial para enarbolar una entelequia. Ambos se necesitan. Los mecanismos democráticos están en manos de dos partidos y gobiernos que han hecho de la cuestión nacional su único medio de supervivencia. Y mientras, los ‘chavs’, o como quieran llamarlos, asumiendo el enfrentamiento.

La situación no sorprende. Desde el 78 se ha postergado el debate identitario a cambio de partidas presupuestarias. El último ejemplo lo ha dado el ejecutivo de Mariano y su inyección económica al País Vasco a cambio de apoyo parlamentario. Así son nuestros patriotas. El dinero responde a una estrategia de nacionalismos utilitarios. El nacionalismo español paga el alquiler para seguir reafirmando sus imaginarios de soberanía sobre territorios que hace tiempo no controla. El nacionalismo vasco, catalán o el que toque, aceptan la dialéctica institucional siempre que los euros lleguen. Cuando se retrasa el pago del alquiler, o se quiere subir la renta, las autonomías enarbolan su identidad contra el enemigo español. Y, ¿acaso no es el nacionalismo español una respuesta a los nacionalismos centrífugos? A falta de napoleones invasores, la identidad española ha sido reafirmada casi en exclusividad desde la identificación de un otro, un enemigo interior de la nación.

Es fundamental acotar los conceptos que manejamos. «Estado» es una categoría político-jurídica. Sin embargo, «nación» es una comunidad imaginada, como nos enseñó Benedict Anderson. Sólo existe en las creencias de los ciudadanos o los grupos que se identifican con ella. Si bien el estado afecta a todos los individuos, la nación requiere de una creencia personal, de sentirse miembro de un grupo diferenciado por una serie de marcadores históricos, geográficos y culturales. Es decir, alguien de Cuenca que nunca ha visitado Almería ni conoce a nadie de allí se imagina que los almerienses pertenecen a la misma nación que él, que son como él. Hablamos de creencias, igualmente asumibles por el nacionalismo catalán como por el español –silenciado por un criterio terminológico que duda de la inteligencia de los lectores–. La nación para el nacionalismo es siempre un proyecto inacabado, incompleto, acechado de enemigos. Por eso exige sacrificios patrióticos unívocos, conmemoraciones y el despliegue simbólico cada cierto tiempo del ‘ser’ colectivo. Además, la nación para el nacionalista suele ser una idea reducida a las fronteras de sus certezas. Este nacionalismo se potencia desde la escuela, pero también se consolida en la cotidianeidad, con el deporte o la articulación de un nosotros en el que un asesinato en Logroño aparece en las páginas de nacional y uno en Elvas, por más que se vislumbre desde nuestra azotea, en las de internacional.

Hace unos días recordaba Ignacio Sánchez Amor en estas páginas a Rodríguez Ibarra y sus advertencias ante el avance del nacionalismo catalán. Yo invitaría a mirar en otra dirección. La narrativa del nacionalismo español gubernamental lo deja claro: Cataluña es España. Se refiere al territorio. Pero, ¿y los catalanes? ¿Son españoles los catalanes? ¿Es español Puigdemont, o antiespañol? Ahí radica la derrota simbólica del nacionalismo español: no haber sabido en cuarenta años integrar la diferencia. Hace décadas, cuando el catalanismo no era independentista, en el imaginario cultural de buena parte de los españoles, vascos y catalanes eran enemigos de España. El español habla español, no euskera o catalán. Un escalofrío recorría las playas de Chiclana cuando se escuchaban susurros en estas lenguas. Una Ikurriña no identificaba a un vasco-español, sino a un antiespañol, pues el símbolo nunca fue asumido como propio en la narrativa nacional. Ésta, no ha construido un modelo –pongámosle el nombre que queramos– en el que se asuma como característica fundamental la heterogeneidad idiomática o simbólica.

La única solución al conflicto catalán es que gane en las urnas uno de los dos nacionalismos, el sí o el no. Y cuanto más tiempo retrasemos la votación –esta vez sí con garantías– más nicho hallarán los que han hecho del «España nos roba y además nos manda la Guardia Civil» el sentido de su batalla. El referéndum es una pantomima, pues no cuenta con reconocimiento internacional –es normal que no tenga el del estado español, ya que ningún país en sus constituciones recoge el derecho a desintegrarse, si bien ha sido una constante en Europa en las últimas décadas–, ni garantías ni mínimos de participación. Ni tan siquiera cuenta con el aval de un número importante de ayuntamientos. El 1-O veremos más manifestaciones, más banderas y más lumbreradas patrióticas, con el aderezo de algún palo y amenazas cuarteleras. ¿Y después? ¿Y si se convocan de nuevo elecciones autonómicas y el independentismo arrasa, como dejan entrever algunas encuestas? Ese día yo no me acordaré de Ibarra, sino de las noches de los ochenta y los noventa en las que una familia que residía en Cáceres no dejaba su coche con matrícula de Barcelona en la calle para evitar que los patriotas le rompieran las lunas.

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