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HOY viviremos un día histórico. Sin embargo, lo más importante no será lo que pase en una jornada que se prevé violenta y áspera; veremos hasta qué extremo. Importante ha sido lo que ha venido precipitándose desde hace unas semanas a golpe de autos judiciales, comunicados, entrevistas, pulsos a cara de perro, acosos, chantajes, atropellos, desobediencias, falacias y felonías. E importante será lo que, sobre todo, suceda las próximas semanas. El movimiento político independentista ha sobrepasado tantas líneas rojas estos días –llegando al extremo de poner en jaque y a prueba a todo un Estado– que ha colmado la paciencia hasta de quienes, desde otras comunidades autónomas, observaban ‘la cuestión’ catalana como un conflicto que había que manejar con mano izquierda, diálogo, respeto, incluso delicadeza. Cataluña era una complicación, una singularidad, un hermano díscolo y consentido al que se le presta más atención que al resto.

Pero ahora es otra cosa. Ahora es ya más un incordio insufrible, una boca insaciable, alguien que a toda costa, por cualquier medio, no se sabe muy bien debido a qué privilegio genético, patriótico o identitario, quiere irse de casa porque se considera más trabajador, más rico, más inteligente, más de todo. (No conozco separatismos entre iguales, siempre quieren separarse los que se sienten perjudicados o lastrados por alguien peor, más pobre, torpe e inferior). En ese sentido, en el del hartazgo que ha despertado ‘la cuestión’ catalana, se ha mencionado mucho estos días la proliferación de banderas españolas en los balcones, en las fotos de perfil de los usuarios de redes sociales, el cántico con que familiares, allegados y simpatizantes despidieron a un convoy de la Guardia Civil de Huelva. ‘A por ellos, oé’ les jaleaban, cubiertos de rojigualdas. Más allá de que sean reacciones espontáneas propias de un momento de exaltación, no gritos de guerra ni nada parecido, esos gestos muestran cómo se ha producido una ultraestimulación del sentimiento nacional (el nacionalismo español es otra cosa) en personas de a pie. En ‘la gente’. La fractura social no es cosa solo de Cataluña, también empieza a ser real y seria entre los ciudadanos del resto de regiones con respecto al puñetazo en la mesa de los catalanes. Algunos lo han visto, el ‘a por ellos, oé’, como un síntoma que justifica la secesión, como un serio traspiés para la imagen del país. «Centenares de miles de personas han visto ese vídeo [...]. Y muchas han quedado sobrecogidas. Esa no es la España en la que quieren vivir. La preocupación, el temor y la angustia eran perceptibles ayer en muchas conversaciones en Madrid», publicaba el miércoles Enric Juliana, un prestigioso analista, en La Vangardia. Discrepo, lo que se percibe es distinto. Cada vez más extremeños –y asturianos, andaluces, riojanos...– están más hartos de ‘la cuestión’ catalana. No me extrañaría que surgiera algún movimiento que pida un proceso para que España se independice de Cataluña. De una bendita vez.

En fin, tal cosa no ocurrirá, pero sí tendrán que tenerlo en cuenta los principales partidos, porque el coste político de negociar lo que sea, dinero, presupuestos, competencias o denominaciones, con los nacionalistas va a ser mucho mayor que hasta ahora. Es infantil pensar que desde mañana hay que negociar, dialogar y hacer política con los que han querido romper la baraja. Será con otros, con los que salgan de unas nuevas elecciones. Pero incluso con esos, en un punto en el que poco más cabe ceder a Cataluña ni otra comunidad sin cambiar antes la Constitución –para lo que se necesitan grandes y amplios consensos–, sin que automáticamente se conviertan de facto en otros países, los márgenes serán estrechísimos. Y vigilados. Si lo vivido hasta hoy en Cataluña ha sido una suerte de secuestro democrático con rehenes, mucho cuidado: el resto de España no está por la labor de pagar más rescates.

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