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Escolta, Catalunya

Para acabar con este conflicto hay que hablar. Y escuchar. Porque sea cual sea hoy el desenlace, mañana no habrá terminado el problema: es entonces cuando empieza

eugenio fuentes

Domingo, 1 de octubre 2017, 10:12

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ESDE hace no sé cuántos años, cada quince días, en domingo, escribo un artículo de opinión en este periódico. Como son textos largos, de 5.100 caracteres –unas 860 palabras–, exigen cierta elaboración y no pueden resolverse con las impresiones y los chispazos de ingenio de una columna breve. De modo que, cuando pasa el fin de semana de descanso, comienzo a pensar en el artículo para el domingo siguiente, que, normalmente, envío el jueves.

También como consecuencia de esta dinámica, no suelo hablar de política. Por naturaleza, la opinión política es actualidad y exige una respuesta rápida y ágil –para la que no tengo ni vocación ni dotes– a los sucesos del día anterior, pues, en caso contrario, enseguida es engullida por la vorágine de las noticias, por las réplicas o contrarréplicas del propio debate. Así, esos artículos envejecen pronto: de un jueves a un domingo ya son arqueología. Por otro lado, sé que a nadie le interesan lo más mínimo las opiniones políticas de uno, faltaría más.

Pero en esta ocasión los duendes del calendario hacen que el artículo aparezca el 1-O, fecha del referéndum de Cataluña, que tanto desasosiego nos causa. Y aunque no sé qué sucederá ese día ni si de aquí al domingo el independentismo habrá hecho una nueva finta, escribo estas líneas desde la incertidumbre y temiendo que se habrán quedado obsoletas. La incertidumbre es extraordinariamente creativa para la ficción, el ensayo o la poesía, pero en el periodismo es contraproducente. Tal vez me equivoque, pero allá van dos o tres opiniones.

Una. Somos muchas las personas que hemos tenido tratos amistosos y comerciales con Cataluña. Y aunque sé que otros tienen otras experiencias, como ocurre con cualquier otra comunidad autónoma, en mi caso siempre fueron agradables y fructíferas. Basta una anécdota: en cierta ocasión compartí una comida literaria con nueve personas, todas del ámbito catalán, generosas, de gran talento y mayor serenidad y nada fanáticas, tan lejos del payés como del cortijano. Para no parecer presuntuoso, omito los nombres. El único que no hablaba catalán era yo, y durante la comida, con la mayor naturalidad, sin mencionarlo, nadie se planteó la posibilidad de no hablar en castellano. En un momento dado me levanté para ir al baño. Al volver, mis dos vecinos de mesa, enfrascados en la conversación, estaban hablando en catalán. Cuando uno de ellos advirtió que los escuchaba, se detuvo y, aunque no tenía ninguna obligación, se disculpó más allá de lo protocolario y la conversación continuó en castellano.

Dos. Los principios más aceptados de la justicia distributiva (John Rawls) sostienen que un individuo o una sociedad tiene derecho a la máxima libertad compatible con el derecho a una libertad similar para todos los demás. Así, una parte de un estado podría reclamar unilateralmente el derecho a su independencia, sin darle voz al resto del conjunto, siempre que cualquier parte de su territorio gozara del mismo derecho unilateral, con lo que esa ley, llevada al extremo, daría lugar en cadena a una situación rocambolesca: ¿si Cataluña tiene derecho a independizarse del resto de España, la provincia de Barcelona, por ejemplo, tendría el mismo derecho a independizarse de Cataluña, o un municipio a independizarse de una provincia, o un barrio de un municipio, o una calle de un barrio, o, en fin, un individuo de una calle?

Por eso tiene razón Guardiola cuando dice que esto no va de independencia, sino de democracia. Lo que calla, con un tufillo de totalitarismo, es que él pretende amputarlas por arriba y por abajo y concederlas en exclusiva a unos pocos beneficiarios con un referéndum ilegal del que muchos quedaríamos excluidos.

Tres. La pregunta ahora es cómo hemos llegado a una situación en la que las esteladas tienen cada día más metros cuadrados y en la que la presidenta del Parlament, Carmen Forcadell, se sube a una tarima para culpar de todos los males a los estatólatras de Madrid y para arengar hablando de héroes. Y a mí, cuando en contextos de patrias oigo la palabra héroes, me empiezan a temblar las rodillas y me pregunto: ¿Héroes de quiénes? ¿De qué ideología? ¿Por qué causa? Cuando aparecen los héroes, a menudo no están lejos los mártires, y la aparición de mártires es la peor desgracia.

Para acabar con este conflicto hay que hablar. Y escuchar. Porque sea cual sea hoy el desenlace, mañana no habrá terminado el problema: es entonces cuando empieza. Ya sé que todo nacionalismo es insaciable y que toda concesión que se le hace no sirve para calmarlo, sino para avanzar hacia nuevas exigencias, como ha demostrado una y otra vez la historia con ejemplos trágicos cuya sola mención encresparía los ánimos, justo cuando más se necesita la calma. Pero creo que no habríamos llegado a todo esto si, no hace tanto tiempo, desde la sociedad civil –ya que no lo hicieron sus dirigentes– nos hubiéramos detenido a mirar hacia el otro y hubiéramos dicho que nos caen bien los catalanes y que estamos contentos de compartir con ellos tantas cosas, su gastronomía, su paisaje y sus calles, en un diálogo amistoso que podría haber comenzado como el gran poema de Salvador Espriu: Escolta, Cataluña.

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