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Sin dilaciones

El emplazamiento de Rajoy a Puigdemont, amparado en el 155, le obliga a clarificar su propósito rupturista y a volver a la ley

Jueves, 12 de octubre 2017, 00:08

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El presidente del Gobierno dirigió ayer un requerimiento público a Carles Puigdemont para que éste clarifique si «declaró o no la independencia» en su comparecencia del martes en el Parlamento catalán. El contenido críptico que empleó en su discurso el presidente de la Generalitat justifica esa exigencia a plazo fijo –el lunes 16–, que va acompañada, si la respuesta fuese afirmativa, de un emplazamiento a rectificar de inmediato. El Ejecutivo central esgrime así, por primera vez, el artículo 155 de la Constitución, que en circunstancias excepcionales le permite «dar instrucciones» a las autoridades de una comunidad que incumplan las obligaciones que le imponen la Carta Magna u otras leyes. Y lo hace con un amplio apoyo político merced al aval del PSOE –a cambio del compromiso del PP a abrir el melón de una reforma constitucional– y Ciudadanos. La pregunta formulada a Puigdemont responde a la inquietud de la inmensa mayoría de los ciudadanos de dentro y de fuera de Cataluña. También de las instituciones y de las empresas, que necesitan saber a qué atenerse. Vista la fugaz y confusa fórmula que el presidente catalán empleó para sortear el trámite parlamentario que él mismo propuso, y que ha abierto una brecha con sus aliados de la CUP, es probable que no responda con la necesaria claridad. Pero a la Generalitat no le queda mucho margen para apurar las posibilidades que la ambigüedad formal le proporciona, mientras abona la idea de un diálogo sin condiciones previas que, según su deseo, cuente con alguna mediación. En un sistema democrático, el cumplimiento de la legalidad es una condición inexcusable incluso para modificar esa misma legalidad. Si, como parece, la pretensión de Puigdemont y del resto del independentismo es lograr de salida que el Estado constitucional haga dejación de ese principio, el diálogo propuesto se convierte en una simple añagaza, en una palanca argumental para intentar consagrar la ruptura. A medida que se habitúan a dirigirse a la opinión pública internacional, el relato de los secesionistas en el poder describe una situación tan sujeta a su particular ideario que llegan a olvidar que en todos los países democráticos consolidados la convivencia pivota en torno a la ley. Por mucho que la Generalitat intente presentar cada palabra de buena voluntad que se pronuncia en el escenario internacional como un espaldarazo a sus reivindicaciones, es evidente que el rupturismo no tiene cabida en los parámetros en los que se mueven las sociedades libres. La respuesta sin dilaciones al requerimiento del Gobierno es una obligación de Puigdemont, que se añade al cumplimiento de las normas vigentes en el marco constitucional y estatutario para poder hablar de diálogo cuando éste es, además, institucional.

LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN. El compromiso alcanzado por Mariano Rajoy y Pedro Sánchez para debatir una reforma de la Constitución es una oportunidad que el nacionalismo institucional catalán haría bien en aprovechar para alejarse de tentaciones rupturistas y buscar posibles avances en el autogobierno por los cauces legales que nunca debió abandonar. Esa fórmula no contenta al independentismo; es más, puede incomodarlo. Pero la persistencia de la crisis entre el Estado y la Generalitat no debería servir de excusa para aplazar la actualización de la Carta Magna, también en su dimensión territorial, con el máximo consenso posible. Un objetivo de extrema complejidad cuando concurren tantas visiones diferentes sobre el futuro de la convivencia en España, el alcance de los derechos sociales o la organización del Estado.

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