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Constitución venerable

Nuestra actual Constitución tuvo el valor supremo al promulgarse de tratar de superar todos estos traumas de la historia desventurada de España. El hacerlo por consenso era imprescindible para no empezar de nuevo tras la dictadura como Sísifo subiendo una y otra vez la enorme piedra de los particularismos irredentos de nuestro devenir nacional

JUAN A. NICOLÁS JOCILES

Miércoles, 6 de diciembre 2017, 22:44

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Para estos tiempos de aniversario constitucional y donde la memoria no es una facultad de prestigio, he de recordar que nuestra Carta Magna ha sido casi permanentemente cuestionada. No siempre en su totalidad, no siempre con intensidad, no siempre con carácter de urgencia. Ahora toda reforma constitucional ya parece perentoria a la luz de los consabidos acontecimientos catalanes de los últimos meses, pero también lo fue en el fragor del «plan Ibarretxe» con tantos muertos encima, con aquellas palabras de Arzallus diciendo que el País Vasco no cabe en la Constitución, con aquello de la Asamblea de Municipios (hoy alcaldes con bastones de mando en Bruselas aclamando a Puigdemont), o un status de «libre asociación» entre Euskadi y España. Pero también el PP, en su oposición contra Felipe González, tuvo intenciones reformadoras de la Constitución hasta que, cuando gobernó Aznar, en el congreso del partido de enero de 2002 encontró el venero ideológico del «patriotismo constitucional» que en los años 80 había propuesto Jürgen Habermas. Ni entonces, ni ahora con las reticencias al cambio en la Comisión Constitucional que ya existe, el PP da muestras de poco más que inmovilismo encubierto e interesado, con ese espíritu de pereza apolítica que tanto caracteriza a su líder. En eso del patriotismo constitucional se requiere una ciudadanía sabedora y activa de los valores democráticos que plasma la Constitución. Aquí no hay para tanto si tenemos en cuenta recortes, desigualdades, leyes mordazas, código penal, ley educativa, corrupción, ciudadanía silenciosa o twittera, propensa a los arreones emocionales para colgar banderas o proclamar complaciente la mayor altura moral por no entender ni meterse en política. Y el PSOE, la Constitución y el recurrente proyecto federal asimétrico que viene y va por las dulces sombras de la imprecisión y el fetichismo de las palabras rimbombantes. Podemos, con la convicción de superar el «régimen del 78» y, claro, la Constitución. Como la izquierda más radical donde los asuntos del autogobierno, referéndums, independencia de territorios y el ‘sursum corda’ son una proyección de los derechos humanos y no una consecuencia de derechos históricos y egoístas élites económicas. De modo que con Quevedo, miro los muros de la Constitución mía, ningún tiempo fuertes, no desmoronados, pero de la edad ya cansados.

La historia del constitucionalismo en nuestro país hasta la republicana de 1931 es una sucesión demasiado sucesiva de Constituciones elaboradas como ideario de una fracción política que buscaba acaparar el Estado para amoldarlo a sus intereses. Los pronunciamientos, pucherazos electorales y revueltas callejeras protagonizaron un particularismo político-constitucional muy alejado de la realidad social de España. Las Constituciones han respondido al sustrato cainita que nos caracteriza desde Recaredo. Podían destacar con letras de oro libertades jacobinas que buena parte de la ciudadanía no sabía leer, o las muy democráticas de 1869 y 1931 promover un nivel de derechos que era pura ensoñación teniendo en cuenta los niveles de vida en la calle. Por eso aquello tan sabido de Joaquín Costa y los regeneracionistas de garantizar la «escuela y despensa» en plena historia de la longeva Constitución de 1876, que en verdad estuvo más tiempo suspendida o ignorada que otra cosa.

Nuestra actual Constitución tuvo el valor supremo al promulgarse de tratar de superar todos estos traumas de la historia desventurada de España. El hacerlo por consenso era imprescindible para no empezar de nuevo tras la dictadura como Sísifo subiendo una y otra vez la enorme piedra de los particularismos irredentos de nuestro devenir nacional. O se hacía así, o no valía la pena, y podíamos empezar a considerarnos un país virtualmente fracasado para la democracia como le gustaba decir a Franco. La izquierda entonces tuvo una generosidad encomiable. El «lobo feroz» de la historia durante toda la transición y en la propia Constitución era que el nuevo sistema democrático debía contemplar una nueva organización territorial del Estado («libertad, amnistía y estatuto de autonomía»). El viejo centralismo, tan inocentemente propuesto en las Cortes de Cádiz procurando una conciencia nacional española a la francesa, no tendría una alternativa federal hasta la Constitución no promulgada de la 1ª República en 1873. En su artículo 101 decía que «cuando un Estado o parte de él se insurreccionare contra los poderes públicos de la Nación, pagará los gastos de la guerra».

En la actual Constitución, su Título VIII se refiere a esa organización territorial del Estado que daría lugar a la España de las autonomías, el fracaso de la LOAPA por los recursos de inconstitucional de vascos y catalanes o los acuerdos autonómicos de 1992 bajo el principio de «no discriminación entre los diversos territorios». Y al fondo, los imprecisos y legendarios derechos históricos que introduce la Disposición Adicional primera. Supongo que aunque se hubiera podido precisar ese «algo» preexistente que se adiciona a la Constitución no podría ir contra la Disposición Derogatoria 3: «quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución». No se puede estar con lo que conviene de la Constitución y con derechos históricos ilimitados como otra Carta Magna más sustancial y selectiva.

La Constitución es obra humana y por tanto sujeta a vejez. Su reforma sin duda es conveniente, pero ha de reencontrarse de nuevo un clima de amplio consenso para un modelo territorial que no pierda de vista el principio de cooperación entre regiones. Si seguimos manteniendo derechos históricos que aumenten las desigualdades hasta hacer que los extremeños tengamos que pedir un tren digno a la altura que estamos del siglo XXI, mejor dejar las cosas como están.

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