¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?

La decisión del Banco Sabadell de trasladar su sede social a Alicante, la posibilidad de que CaixaBank adopte hoy una medida similar y los movimientos que en ese mismo sentido se atisban en distintas empresas radicadas en Cataluña reflejan la inquietud generada ante la inminencia de una declaración unilateral de independencia por parte de la mayoría secesionista del Parlamento autonómico. Son reacciones de una gran trascendencia simbólica que no pueden sorprender ante la gravísima incertidumbre generada con el aval institucional de la Generalitat. Nadie sabe dónde puede acabar todo esto. Tampoco sus protagonistas. Es razonable que entidades financieras o compañías catalanas de otros sectores traten de preservar el interés de sus accionistas y el de sus empleados, en tanto que empresas españolas, ante el eventual impacto en su actividad de una ruptura como la que abandera Puigdemont. Porque no hay otra legalidad que la que emana de la Constitución y el Estatuto, y de las resoluciones interpretativas o sancionadoras basadas en su vigencia. Es a esa legalidad a la que se acogen la economía financiera y la productiva, pero también cada ciudadano. El Gobierno se plantea facilitar esos eventuales traslados de sede social mediante un cambio normativo con el argumento de que las empresas que así lo decidan no lo harán por propia voluntad, sino obligadas por acontecimientos que están ya fuera de control. La liza entre la legalidad y su desbordamiento rupturista alcanza a todas las vertientes de la vida social en Cataluña; no solo a los actos jurídicos de las instituciones, también a las expectativas económicas de cada compañía y al horizonte inmediato de las familias, incluidos –claro está– los pensionistas. Rajoy insistió ayer en que Puigdemont y el secesionismo no tienen otra salida que renunciar a la declaración unilateral de independencia para tratar de reconducir la crisis hacia el terreno de la legalidad. La resolución por la que el Tribunal Constitucional ha suspendido cautelarmente, a instancias del PSC, el pleno parlamentario convocado para el próximo lunes es una nueva oportunidad para que quienes gobiernan Cataluña demuestren una auténtica disposición a evitar un choque de trenes. Si, pese a todo, la Mesa del Parlamento, presidida por Carme Forcadell, decide seguir adelante con la sesión habrá quedado todo dicho. Si asume el pronunciamiento del TC, aunque solo sea para ganar tiempo, aún quedará un atisbo de esperanza.

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ANHELO DE ESTABILIDAD. La última estratagema del desafío independentista, su último reducto legitimador, es la fábula de la mediación, una cortina de humo que trata de edulcorar un propósito de ruptura. La mediación en cualquiera de los órdenes de un sistema democrático exige el cumplimiento de la legalidad y la asunción de los procedimientos establecidos en ella para modificarla. Todo lo demás contribuye a una ceremonia de la confusión que, lejos de alentar una deseable salida dialogada –ahora improbable, pero necesaria en cuanto se den las condiciones–, acaba generando una profunda frustración. Ni los bancos ni las compañías industriales ni las ciudadanas y ciudadanos de Cataluña pueden soportar por más tiempo una peripecia que los responsables de la Generalitat tratan de presentar como una epopeya, pero que contrasta drásticamente con el anhelo común de estabilidad y seguridad de futuro en que coincide la inmensa mayoría de los catalanes y de los españoles.

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