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Añorantes de la dictadura

Añorantes de la dictadura

La calma del encinar ·

Con el rollo interminable de Cataluña, han aflorado verticalistas que lamentan la inconveniencia estratégica de la jueza Lamela

Tomás Martín Tamayo

Viernes, 10 de noviembre 2017, 23:56

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Con el rollo interminable de Cataluña, han aflorado verticalistas que lamentan la inconveniencia estratégica de la jueza Lamela, por encarcelar ahora a parte del ex gobierno de Cataluña. Está claro que les traiciona el subconsciente y que eso de la separación de poderes es una papilla que no han digerido. Al señalar esa ‘inconveniencia’ están reclamando que haya una coordinación de intereses entre las decisiones judiciales y la política, para que vayan cogidas de la mano. O lo que es lo mismo, que un juez, al margen de las decisiones que debe tomar para administrar la Justicia, tiene que consultar –no dicen a quién–, la oportunidad del momento, pisando el freno o el acelerador según lo que le digan.

Es un ramalazo autoritario, en el que cae mucha gente que va por la vida luciendo entorchado de ‘gauche divine’ y progresismo, pero que, a la hora de la verdad, entre Justicia y política apuestan por lo segundo, convencidos como están de que la Justicia debe estar sometida, aceptando su condición de tapadera o recadera del gobierno de turno. Parecen añorantes de la dictadura.

Es un mal que viene de lejos. En 1985, Alfonso Guerra proclamó: «Montesquieu ha muerto», porque la separación de poderes le parecía una antigualla superable. El PSOE, con su mayoría parlamentaria, reformó la Ley del Poder Judicial, poniendo palos en las ruedas para burlar arteramente la Constitución, liquidando la separación y metiendo manoseo político en el engranaje de la Justicia. Montesquieu, el filósofo que defendió la separación e independencia de los tres poderes, lleva en España 32 años con respiración asistida.

A la hora de la verdad, entre Justicia y política apuestan por lo segundo

El Consejo General del Poder Judicial se había creído su independencia y obraba en consecuencia, pero eso era intolerable para los otros dos poderes. Lejos de asumir que era «el tercer poder», lo acusaron de corporativismo y cuando estaba tocada su imagen pública, los socialistas decidieron que fuera el Parlamento quien eligiese a los vocales que lo integran. Pues ya está, si los políticos eligen a los componentes del órgano superior de la Judicatura, todo lo demás cae por su propio peso, teniendo en cuenta que, por si fuera poco, el gobierno designa también al fiscal general que, no lo olvidemos, es el general de los fiscales. Montesquieu quedaba a un paso del «¡a sus órdenes, mi capitán!», pero la jueza no se ha enterado todavía. ¡Es que es rubia!

Pero después de los socialistas llegaron los populares, que habían criticado la intromisión y, con mucha trompetería, publicitaron nuevamente la independencia de los jueces, pero todo se quedó en un «pacto por la justicia» entre PP, PSOE y aledaños, arbitrando una fórmula de elección mixta que lo dejaba prácticamente igual y sin garantizar la independencia del Poder Judicial.

En España Montesquieu no está enterrado en el formalismo y la apariencia, pero sí en el hoyo y con muchas losas sepulcrales encima. Si nuestra imperfecta democracia sigue el dictado de la partitocracia imperante, la intromisión del poder ejecutivo en los otros dos poderes es y será una realidad efectiva. Mientras los políticos sigan eligiendo a la mayoría del máximo órgano de gobierno de los jueces, con la correspondiente deriva en el Tribunal Supremo, el fiscal general y el manoseo en el Tribunal de Cuentas, la independencia del poder judicial seguirá anclada en una deriva de sospecha. De ahí que algunos reclamen a la jueza Lamela que se ponga al día y no vaya de verso suelto. Son tics que nos quedan, es lo que tenemos.

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