Cetáceos en Red
Las redes sociales se enquistaron de conductas que reproducían exponencialmente lo que en términos psiquiátricos se conoce como síndrome de acoso apremiante
JACINTO J. MARABEL
Domingo, 28 de mayo 2017, 00:32
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JACINTO J. MARABEL
Domingo, 28 de mayo 2017, 00:32
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LA vida no vale nada. Lo que nos diferencia de los seres irracionales es la conciencia, el reducto íntimo de nuestras convicciones. Al menos, esta es la postura que mantiene la doctrina constitucional desde hace tres lustros. Y lo cierto es que así consta en la Declaración de Virginia que precedió a la revolucionaria carta de Derechos del Hombre y del Ciudadano, en donde la libertad de conciencia se alza por encima del resto de derechos fundamentales. Hace casi doscientos cincuenta años, un puñado de influyentes puritanos que arribaron a las costas de Massachusetts en busca de asilo ideológico consagraron su prevalencia, cosa que por otro lado los europeos ya nos barruntábamos tiempo atrás. Al menos desde que el circunspecto Sócrates la antepusiera a la cicuta, la obstinada Antígona a las amenazas del rey de Tebas y los famélicos cristianos a los leones del circo. También cuando, con el tiempo, la objeción de conciencia religiosa fraguó en aquella otra política de Tomás Moro o de aquel ilustre serón que fue don Pedro de Quevedo y Quintano, exiliado en la más apartada de las diócesis gallegas tras su cerril negativa a las Constituyentes gaditanas.
La libertad de conciencia es pues corolario de las convicciones éticas y morales que albergan tanto la libertad religiosa como la de pensamiento. Y ambas conllevan a su vez otras conquistas sociales relacionadas con los derechos de libertad de opinión, de cátedra y de información. Ocurre sin embargo que el advenimiento de la Era digital, que dicho sea de paso se nos prometió como el Everest en el que enarbolar la libérrima enseña del sacrosanto derecho de expresión, también arrastró modernos comités de salud pública que se arrogaron un ejercicio mal entendido del mismo. Internet se plegó entonces al gratuito descrédito de todo hijo de vecino, agravado por el hecho de que airear en la picota digital el honor, la intimidad y la imagen de otros, transciende descontrolada y vertiginosamente el ámbito de las amistades hasta perderse en los abismos de la Red.
También rápidamente y como era previsible, se pasó del menoscabo y el trato degradante a todo tipo de vejaciones, coacciones y amenazas. Las redes sociales se enquistaron de conductas que reproducían exponencialmente lo que en términos psiquiátricos se conoce como síndrome de acoso apremiante. Una patología que en su vertiente más extrema conlleva hostigar y perseguir de manera compulsiva a la víctima, hasta llegar a provocar su muerte. El acecho a la intimidad es un fenómeno en alza que se presume en políticos, deportistas de élite y faranduleo variado, pero que también está alcanzando altos grados de exposición en profesionales de la información, colectivos médicos y docentes. Aunque alrededor del 25% de los dos primeros declararon haber sufrido algún tipo de hostigamiento, el porcentaje se dispara en el caso del profesorado no universitario, en donde la humillación y el escarnio en las redes sociales, tanto por parte de padres como de alumnos, está a la orden del día.
Las primeras medidas legales para atajar el problema se tomaron en la década de los noventa en Estados Unidos, al que siguieron los países de la . Con posterioridad y mientras en ellos se puso el acento jurídico en la seguridad, en Europa se legisló enfatizando la afectación de la libertad maltratada frente la obsesiva actividad intrusa. Esta es la corriente seguida por nuestra doctrina, cuando incluyó el delito de acoso persecutorio en la reforma del Código Penal que entró en vigor el año pasado. Así, además de Lexnet y habituados ya a esa serie de extranjerismos crudos de los que abomina la Real Academia, como 'blockbusting', 'bulling', 'child grooming', 'gossiping', 'networkmobbing', 'hacking', 'phising', 'sexting' o 'sextorsion', los bufetes de abogados hubieron de actualizarse con el tipo legal aplicable al 'stalking'.
'Stalking' es el anglicismo comúnmente usado para referirse a una serie de conductas en las que se cercena la intimidad y se altera gravemente el desarrollo cotidiano de la víctima. El delito está castigado con penas que van de los tres meses a los dos años de cárcel y responde a un tipo penal escurridizo, muy dado a la casuística. El Tribunal Supremo ha venido a ponerle coto por primera vez, pronunciándose en casación el 8 de mayo pasado y exigiendo que la persecución o aproximación a la persona acosada se realice de forma insistente y reiterada. La jurisprudencia entiende por tanto que el hostigamiento debe prolongarse en el tiempo, rechazando meras acciones episódicas o coyunturales que, aunque no ha fijado expresamente su número, en base a una perspectiva psicosocial deberían suponer al menos diez violaciones de la privacidad en el transcurso de un mes.
No obstante y con ser extremadamente graves las acciones de 'stalking', la cuestión que más preocupa es que la cadena delictiva se rompa por el eslabón más frágil: los menores. Dos de cada tres tienen perfil en Facebook, Twitter o Instagram, y uno de cada cinco admiten haber padecido ciberacoso. Esto último tiene que ver con que casi un tercio de sus contactos son personas a las que no conocen. En 2012 se hizo tendencia el vídeo de una adolescente canadiense llamada Amanda Michelle Todd, en el que narraba angustiada el acoso que llevaba tiempo sufriendo en las redes sociales. Al poco, la desesperación la llevó al suicidio. Y la alarma social se desató cuando a este caso siguieron otros en Estados Unidos, Francia y Holanda. El año pasado, la historia de una joven napolitana que acabó suicidándose tras hacerse viral un vídeo de contenido sexual en el que era protagonista, acaparó todas las portadas. Y recientemente algunos colectivos de padres han acusado al canal Netflix de promover estos comportamientos, en una serie en la que se aborda el tema en tono descarnado.
Pero el 'stalking' no es sino uno más de los tenebrosos cetáceos que bucean en la Red. Hace poco supimos que varios menores pretendían seguir el ejemplo de más de un centenar de adolescentes rusos, que en los últimos meses se habrían suicidado llevando hasta el extremo un macabro juego viral en el que se desafíaban a mutilarse, conocido como la Ballena Azul. Para quien está dispuesto a poner en peligro su integridad física, la vida no vale nada. El límite de la racionalidad es precario, como hubo de estimar finalmente el Tribunal Constitucional en 2002, dando la razón a un menor que optó por la muerte antes que traicionar las profundas convicciones religiosas que le vedaban recibir una transfusión sanguínea. Sinceramente, a estas alturas no sé si la conciencia estará por encima de la vida; si nuestra existencia vale ya algo en la Era digital. Lo único seguro es que, tal y como nos enseñó el gran Roberto Benigni, la vida sigue siendo maravillosa. La Vida es Bella.
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