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La patria española, nación de ciudadanos

LUCIANO PEREZ DE ACEVEDO Y AMO

Miércoles, 11 de mayo 2016, 00:32

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LA columna vertebral o clave de bóveda de los consensos de la Transición que dieron lugar a la Constitución de 1978, y sobre los que pivotaron todos los demás acuerdos, fue el principio de la unidad indisoluble de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, que es consecuencia del dogma liberal de la soberanía nacional que reside en el pueblo español sin posibilidad alguna de fraccionamiento, ya que su ejercicio corresponde a todos los ciudadanos conjuntamente, dentro de un Estado organizado como Monarquía parlamentaria (artº. 1º y 2º de la Constitución de 1978).

Esta Patria española única, indivisible e indisoluble nació el día de San José del año 1812 en el Oratorio de San Felipe Neri de Cádiz, donde reunidas las Cortes de la Nación española aprobaron la primera Constitución de nuestra historia, a la que puso colofón el 'Divino' Argüelles con estas palabras: «¡Españoles ya tenéis Patria!». Una patria que era algo más, mucho más, que el lugar de nacimiento de un individuo, como hasta entonces había sido, porque esta Patria, y no el Monarca en defensa de sus estados patrimoniales, comprometía ahora a sus ciudadanos a la defensa de su integridad territorial, perdida en aquellos momentos por la invasión francesa, garantizando un sistema político donde debería primar el imperio de la ley y la igualdad de todos los ciudadanos ante ella, el respeto a los derechos privados y libertades públicas, unas instituciones representativas y división de poderes, con el objetivo de la búsqueda del bien común y el progreso que haría la felicidad del pueblo.

Exactamente lo que hoy llamamos «una Nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley», la nación liberal, que trae causa del «Pro légibus, pro libértate, pro Patria», de Cicerón, es decir, la Patria entendida como sinónimo de libertad y de ley; concepto éste al que los ilustrados del siglo XVIII añadieron, como objetivo, ese concepto mágico que llamamos «el progreso» y que desde entonces todos los políticos reclaman como propio, incluidos sus más acérrimos enemigos.

Esta es la Patria que todos los españoles debemos querer y amar («el amor a la patria -decía el artº 6 de la Constitución de Cádiz- es una de las principales obligaciones de todos los españoles»), sin exaltaciones emocionales excesivas y nostálgicas de una perfección que nunca existió, sino para defender poderes, estatus y privilegios, como se ha dicho.

Nada que ver con ese enfermizo nacionalismo étnico o cultural que nace en Alemania y arraiga en algunas regiones españolas en las postrimerías del siglo XIX, consecuencia del sentimiento antirracionalista que trae el movimiento romántico y que se convierte en un nacionalismo periférico de vocación secesionista que aspira a una supuesta nación «inventada», consecuencia de una «enfermedad de pasado», como lo llamaba Gaziel (Agustí Calvet), pues no hubo en la historia de España, desde la Hispania Romana hasta nuestros días, nación soberana distinta de la española, sino a lo sumo, la España Visigoda, Condados Carolingios, Territorios Califales, Taifas y Reinos de las Coronas de León y Castilla, Navarra y Aragón, siempre de titularidad real mora o cristiana, pues la «nación soberana» es una conquista de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Tampoco la Nación española tiene que ver con el «nacionalismo español» castizo y patriotero, con reminiscencias franquistas que nadie -o muy pocos- reclaman. Una nación moderna no puede basarse en la diferenciación sino, precisamente, en la superación de todas las diferencias ante la necesaria igualdad de los ciudadanos ante la ley, sin perjuicio de la enriquecedora diversidad cultural de España y, en el plano político, del ejercicio del derecho a la Autonomía que nuestra Constitución reconoce. Profundizar en el «hecho diferencial» -a un paso de la enfermedad nacionalista- tarde o temprano rompe el mercado único español y desiguala a los ciudadanos.

Reivindicamos un sentimiento patriótico sano, moderado, moderno, respetuoso con las costumbres y tradiciones de nuestro pueblo que estamos obligados a defender y conservar, v.g. la Semana Santa, nuestras romerías, la fiesta de los toros, los Sanfermines, las Fallas, Moros y Cristianos, etc.; un patriotismo superador de concepciones patrióticas falsas o ya arrumbadas basado en la pureza racial, en la aptitud guerrera, en el imperio, en la nacionalidad española de Dios, y, en definitiva, en el recuerdo de aquella España que definió magistralmente D. Marcelino Menéndez y Pelayo calificándola de «Luz de Trento, Martillo de herejes, espada de Roma, conquistadora de la mitad del orbe y cuna de San Ignacio de Loyola»; el recuerdo de todo aquello, en resumen, que nada bueno trajo, solamente violencia y frustraciones.

También decía Cicerón 'Patria est ubicumque est bene', «La Patria está allí donde uno se encuentra bien».

¿ Y dónde uno se encuentra bien, preguntamos nosotros?, pues allí donde uno goza de libertad y se le reconocen sus derechos humanos, políticos y económicos; donde puede organizar su vida personal, familiar y profesional como tenga por conveniente; donde pueda elegir la educación para sus hijos; donde tenga múltiples opciones de empleo de acuerdo con su formación científica o profesional; donde tenga cubiertas las contingencias y garantizada la educación, la salud y la vejez; donde no lo frían a impuestos y, finalmente, donde el Estado y las Administraciones públicas hagan lo justito para ayudar -no para interferir y abusar de los ciudadanos-, que ya están hartos de reglamentaciones, imposiciones, tributos e injerencias.

Esta debe ser nuestra amada patria, la única que puede hacernos olvidar el siniestro recuerdo de las dos Españas. Si la destruimos aboliendo la Constitución de 1978 o reformando 'ad limine' sus artículos 1º, 2º y concordantes, nos habremos quedado sin Patria, como desde su tumba clamaría Agustín Argüelles.

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