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BEATRIZ MUÑOZ GONZÁLEZ PROFESORA DE SOCIOLOGÍA EN LA UEX

Lunes, 2 de mayo 2016, 01:18

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DESDE hace tiempo me encuentro en un estado anímico que va de la desazón al enfado, del desconcierto a la tristeza, del hartazgo a la indolencia. Como esas personas que han perdido las ganas de todo y transitan de la cama al sofá y de nuevo a la cama, desaseadas y en pijama. Saturada de información política y seudopolítica me enfrento a mi ignorancia y a mis dudas. Envidio la capacidad de análisis de mis colegas de profesión de la Ciencia Política y la Sociología; envidio a los periodistas y su entusiasmo por el momento político, fuente inagotable de noticias; hasta envidio a «los cuñaos» y su facilidad para las certezas. No bromeo. Me invade un sentimiento de frustración y me siento incapaz de analizar estrategias, posibles pactos y sus consecuencias, de hacer previsiones sobre algo. Estoy desbordada por la situación política e indignada por la ausencia de política. Me enfado cuando oigo hablar de la fiesta de la democracia porque me parece un lugar común y no entiendo que se diga «fiesta» cuando debería decirse «circo». Solo veo una representación teatral en las réplicas y contrarréplicas. Incluso evito hablar de estos temas con mis amigos, y con frecuencia solo soy capaz de expresar un lacónico «no sé, me estoy quitando» cuando me consultan o me piden opinión; como quien está dejando los dulces o el tabaco. Todo me parece falso u oportunista y veo intenciones manipuladoras allá donde mire. Cansada, hastiada y decepcionada no tengo ilusión por votar. Si ya estaba tocada, estos últimos cuatro meses han terminado de rematarme y, para colmo, me siento reforzada por muchas personas cuyo estado anímico y hartazgo parece similar.

Con este desasosiego andaba el otro día cuando recordé que mi padre votó por primera vez a los 39 años, en 1977. Recordé cómo le contaba a la adolescente curiosa de 12 años que tenía en casa que con anterioridad habían votado «pero eso no era democracia». Se refería al referéndum de 1966 por el que se aprobó la Ley Orgánica del Estado, una actualización de los principios del régimen franquista. Hablaba de él como de un plebiscito y lo relacionaba con «una cosa» que llamaba «el culto a la personalidad». Así lo recuerdo. Podría decirse que mi padre, que no es politólogo ni nada que se le parezca, me dio mi primera clase de Ciencia Política. También de ciudadanía. Con el tiempo vendrían más, en casa y, por supuesto, en la facultad donde supe, por ejemplo, que eso del culto a la personalidad lo acuñó Jrushchov en referencia a Stalin. Estarán conmigo en que esas primeras lecciones no estaban nada mal para una niña de 12 años: referéndum, plebiscito y culto a la personalidad.

Y como hace tiempo que dejé la juventud y también la soberbia de quien cree saberlo todo e inventado todo -que tantas veces acompaña a esa etapa-, pensé agradecida en esas primeras charlas y me reconocí en un creciente respeto a mis mayores, a esos mayores que votaron por primera vez a los 39 años. Pienso en ellos y en cómo, hasta entonces, se les había negado su condición de ciudadanos y ciudadanas, de sujetos políticos; pensé en un régimen que les trató como menores de edad incapaces de participar en la toma de decisiones sobre sus vidas.

Estos recuerdos me han ido animando, aunque también he sentido algo de vergüenza, porque la desmemoria es ofensiva e injusta y el olvido, el hastío y la decepción me estaban alejando de la urna. Treinta y nueve años, treinta y nueve años. treinta y nueve años resuenan en mi cabeza y bombean mi corazón.

Supongo que al leer el título de este artículo y cuál es mi profesión esperarían un análisis sesudo. Ya ven que no ha sido así. Esta vez ni siquiera he pontificado; solo he escrito un breve relato autobiográfico cargado de sentimiento. Todo ha sido muy yo, yo, yo. Pensarán que es un error y que les he contado mi vida y utilizado esta tribuna de opinión como si fuera el diván del psicoanalista o un confesionario donde purgar el pecado del olvido. «¡Pa' lo que hemos quedao!», pensarán. Tal vez, y de momento, hayamos quedado para recuperar la memoria. No es poco porque, en mi caso, la memoria me vuelve agradecida, me devuelve algo de esperanza y me conducirá, una vez más, al colegio electoral. Bendita memoria.

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