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La caída de Pujol y Mas

MARIBEL NIETO FERNÁNDEZ DOCTORA EN CIENCIAS POLÍTICAS Y PROFESORA DE LA UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID

Martes, 7 de octubre 2014, 00:34

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LA reciente comparecencia del expresidente Jordi Pujol en el Parlamento catalán para dar explicaciones sobre sus cuentas ocultas en paraísos fiscales pone, de nuevo, en el candelero, uno de los grandes retos de nuestra querida España: la corrupción. Práctica ésta que necesita de una cirugía urgente por parte de todos los partidos políticos si se quiere atajar el «ascendente cabreo» de la sociedad española, que observa cómo algunos se lo llevan calentito sin dar un palo al agua. Estamos que nos salimos, seguimos sumando, y como muestra el escándalo por las tarjetas negras de Bankia.

En este ambiente ofuscado continuamos con el rumbo a ninguna parte de la consulta soberanista del 9 de noviembre, proyecto de la mente de un hombre pequeño, Artur Mas, -no se puede ser más insensato-, a pesar de que el Tribunal Constitucional ya ha admitido a trámite los pertinentes recursos de inconstitucionalidad presentados por el Gobierno. ¿Cómo saciar el ansia y la ferocidad de los nacionalismos? ¿Por qué esta ambición desenfrenada? ¿Cuál debe ser la actuación del estado? Sin duda, los consejos «A su tiempo maduran las uvas», o «hay que esperar todo del tiempo» no son nada buenos, en este asunto, donde los hombres de Estado tienen que dirigir y gobernar.

Y en esta intemperancia, me viene a la mente, -precisamente se acaba de celebrar el V centenario de la obra de Maquiavelo-, 'El Príncipe', obra publicada en 1532 y uno de los clásicos más conocidos del pensamiento de la ciencia política. Conocidas son dos de sus lecciones maestras. La primera: el primer interés de los gobernantes es el interés común y no el interés propio. La segunda: el Estado tiene que tener la respuesta adecuada, aunque sea prudente, y si ve venir un problema, atajarlo con contundencia, si no el problema irá en progresión y será muy difícil ponerle remedio. «Cuando los males se prevén anticipadamente, admiten remedio con facilidad; pero si se espera a que estén encima para curarlos, no siempre se logra el remedio, haciéndose a veces incurable la enfermedad. Este ejemplo sacado de la medicina, puede aplicarse exactamente a los negocios de Estado». Y esta lección se extrae de manera brillante, al narrar el autor la forma en que Luis XII de Francia (que reinó desde 1498 hasta 1515), fue llamado a Italia por la ambición de los venecianos que intentaban servirse de él para apoderarse de la mitad de Lombardía. El rey recobró Lombardía, Génova se sometió, también el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los señores de Bolonia, los señores de Pésaro, Piombino Pisa y Sena. Pero, los venecianos se dieron cuenta de su enorme imprudencia y error garrafal ya que, por apoderarse de parte de Lombardía, daban al rey de Francia el dominio de dos terceras partes de Italia.

Traigo a colación este clásico porque no puedo evitar ver un aciago paralelismo con la historia reciente de nuestro país. A menudo me pregunto cómo los gobiernos de Felipe González, Aznar, Zapatero y Rajoy han permitido la excesiva y cada vez mayor influencia de los gobiernos catalanes en la política nacional, hasta tal punto que, atendiendo y favoreciendo las demandas cada vez mayores de ciertas Comunidades Autónomas se ha puesto en peligro la propia integridad del Estado español. Porque, con el tiempo, los expresidentes y el Estado debían haberse anticipado a este «conflicto» antes de que se desmadrara, y debían haber precavido los males que han llegado y los que están por venir. Igual que antaño hoy, los nacionalismos vienen a ser «una enfermedad tan fácil de conocer como difícil de curar». Me temo que, al no haber hombres de Estado hábiles, reconducir el nacionalismo ya casi no tiene remedio. Se ha sido demasiado prudente, pero además de la prudencia, el Estado tiene que actuar con determinación en los momentos necesarios. Vemos cómo el «barco catalán» va a la deriva irremediablemente. Llevarlo a buen puerto será tarea harto difícil.

Quedan muchas cosas por hacer, pero lo primero, sin duda, es tener presente que el respeto a las reglas es consustancial a la democracia. Sin éstas el marco no se sostiene. Y las reglas deben ser respetadas también en Cataluña, que es Estado. Además, es importante mejorar la percepción del funcionamiento de la democracia, pues demasiado a menudo, percibimos que las normas se saltan a la torera, la corrupción no se combate y no funcionan los mecanismos de control. La impunidad parece campar a sus anchas. No puede haber dejación del cumplimiento de la ley. Y es fundamental la renovación de las oxidadas estructuras políticas. Los partidos políticos tienen que adaptarse a los nuevos escenarios del siglo XXI, pues sorprendentemente, siguen funcionando con estructuras del XIX. Si estas consideraciones no se toman en serio, el camino será muy favorable para temerarios y populistas, quienes ya de momento, ven el campo bastante «abonado».

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