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Simón Peres, el soñador que nunca ganó unas elecciones

Decenas de miles de israelíes tienen su anécdota con Simón Peres como protagonista. Es inevitable en un país que siempre fue pequeño, en una sociedad de mucha intimidad

Ioram Melcer, escritor, traductor y editor israelí

Viernes, 30 de septiembre 2016, 14:19

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Simón Peres ha muerto y con su muerte se ha establecido un ritual. Antes de ofrecer un esbozo o una apreciación de su vida 93 años de los cuales más de 70 al servicio de su pueblo y del Estado de Israel, todo comentarista relata su anécdota de Peres. Pues aquí va la mía, de 2001. Peres había aceptado participar en el lanzamiento de la traducción al hebreo de un libro. Obviamente, Peres era el único que había leído el libro de tapa a tapa. Al llegar su momento, hizo comentarios muy pertinentes y leyó frases del libro en voz alta, antes de pedir que el traductor se pusiera de pie. Lo hice. Esto me permitió, terminada la parte formal del evento, acercarme a Peres, que nuevamente se encontraba alejado del poder, políticamente acabado, como siempre. Me estrechó la mano y fue al grano: «¿De dónde es tu familia?».

«Sé por qué me lo pregunta», le dije. En sus pequeños ojos negros apareció un toque de expectativa. «Es por su abuelo, que usted menciona siempre, el abuelo que lo crió, y que fue asesinado en la Shoá. Era de Lituania y de apellido Melcer, como mi familia», le contesté. «Pues somos primos», dijo Peres, con una voz cargada de nostalgia, sin haberme soltado la mano.

Decenas de miles de israelíes tienen su anécdota con Simón Peres como protagonista. Es inevitable en un país que siempre fue pequeño, en una sociedad de mucha intimidad. Ayudante y discípulo de David Ben-Gurión, Peres fue quien consolidó la filosofía de la seguridad del estado. Seguridad: que nadie pueda exterminar al Estado Judío. Fue así que Peres se atrevió a tramar el proyecto nuclear israelí, extendiendo una red por todo el mundo para conseguir materiales y tecnologías, forjando alianzas tanto formales como encubiertas. Logró lo que parecía una fantasía.

Su gran éxito no lo catapultó a una carrera exitosa en la política. Enmarañado en los pleitos internos del partido laborista, Peres era un blanco fácil. Le echaban en cara su carencia de antecedentes militares, el no haber luchado en la Guerra de Independencia. Fue un político mediocre, que no infundía confianza y que no sabía ganarse seguidores, sin carisma, siempre algo ajeno. Sus discursos estaban plagados de símiles complejos y de rimas banales. Una duplicidad fundamental trastornaba sus ambiciones: por un lado, el apparatchik laborista, y por otro un hombre que miraba hacia el futuro, apostando por la ciencia y la tecnología.

Después del trauma de la guerra de Yom Kippur (1973), la generación de Peres y Rabin sintió que era su momento. Rabin ganó la confianza del partido y Peres, amargo perdedor, se vio empantanado en una lucha visceral contra Rabin, héroe de la Guerra de Independencia, áspero y parco como típico israelí de nacimiento, ex Jefe del Estado Mayor en la Guerra de los Seis Días. Odio y desprecio mutuo como en una tragedia griega. Como ministro de defensa en el primer gobierno de Rabin (1974-1977) Peres fundó los primeros asentamientos en las zonas ocupadas, por convicción o para dañarlo a Rabin. Cuando la derecha de Menachem Begin subió al poder, Peres, eterno perdedor, «el hombre que no puede ganar una elección ni de un barrio», fue atacado por las masas populares, llenas de odio hacia los laboristas.

De todo dijeron de él. Hasta que ocultaba ser hijo de madre árabe. Lo atacaron con tomates podridos, y cuando intentó defenderse en un discurso gritando «¿Cómo, que yo soy un loser?», el coro popular respondió vociferando: «¡Sí!». No les importaba que Peres era quien se impuso a Rabin para que se aprobara el operativo de Entebbe en 1976, ni sus enormes logros en la fortificación de Israel.

El cambio fue lento y doloroso. En 1992 Rabin subió al poder, y los dos antiguos rivales, ambos hacia su octava década, aprendieron a convivir, a complementarse y a trabajar con confianza, consiguiendo los acuerdos de Oslo y la apertura hacia un posible acuerdo con los Palestinos y Arafat. El Eterno Perdedor no supo aprovechar el momento posterior al asesinato de Rabin en 1995, en manos de un extremista de la derecha, y perdió las elecciones de 1996. Peres no logró regresar al poder ni a reanimar su fallada carrera política. Intentó ser elegido a la presidencia, y perdió por una maniobra parlamentaria. El cargo fue suyo en un segundo intento, en el 2007. A los 84 años pudo dedicarse a la gran diplomacia mundial. Ese Peres era el estadista que podía dedicarse a los grandes proyectos, a las ideas de un futuro mejor, a las tecnologías del siglo XXI, a verse con artistas, científicos y escritores. Era el Peres que el mundo quería ver como imagen de Israel. El Gran Perdedor fue el Gran Soñador, el último líder israelí cuyo amplio campo de referencia estaba repleto de grandes ideas.

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