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El desconcierto europeo

El acuerdo pone en evidencia la incapacidad de articular una política de inmigración que comprometa no solo recursos económicos sino obligaciones de solidaridad entre los estados

javier zarzalejos

Lunes, 2 de julio 2018, 23:14

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No hay que dejarse engañar por las trece horas que los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea han tardado en tejer un acuerdo para hacer frente a los flujos de inmigrantes y refugiados que atraviesan el Mediterráneo. El compromiso para crear centros de internamiento –¿en suelo europeo, en territorio de la Unión, en el norte de África?– desde los que regular estos flujos es un 'acuerdo placebo' que maquilla las grietas que han aflorado en Europa, salva la cara a la canciller Merkel en el peor momento de su trayectoria de gobierno y permite al populismo italiano presumir de haber impuesto un nuevo tono a la política de inmigración de la UE en la línea del ministro del Interior, el virulento Salvini.

El acuerdo, bien llamado de mínimos, evita por el momento el choque que se podía temer a la vista de la acritud que han alcanzado las expresiones de los gobiernos europeos que se sienten más afectados por la presión migratoria, entre los cuales hasta ahora no se encontraba España. Pero también pone en evidencia la incapacidad de articular una política de inmigración que comprometa no sólo recursos económicos, sino obligaciones reales de solidaridad entre los Estados miembros, intensificación del control de fronteras, lucha contra las redes de tráfico de seres humanos, una verdadera asociación por el desarrollo económico de los países emisores y una relación constructiva con las organizaciones no gubernamentales que operan en el Mediterráneo. Si se insiste en plantear a los europeos un dilema según el cual tienen que elegir entre controlar sus fronteras o responder a deberes humanitarios apremiantes, las cosas sólo pueden empeorar en beneficio de los populismos de diversa especie que seguirán erigiéndose en intérpretes de los temores de nuestras sociedades.

Angela Merkel ha dado una voz de alarma que no debe pasar desapercibida. La canciller alemana ha afirmado ni más ni menos que la Unión Europea se juega su futuro en el problema de la inmigración. No en el euro, ni en el presupuesto común, ni en el 'brexit' sino en la inmigración.

La advertencia podría parecer excesiva si no fuera porque el problema de la inmigración deja al descubierto las múltiples carencias de una Unión a la que el esfuerzo de sobrevivir a la recesión parece haber dejado exhausta. Carencias en el funcionamiento institucional y la gobernanza, pérdida de la cohesión interna, mutación en los sistemas nacionales de partidos de los que emerge una presión euroescéptica que socava el consenso continental que parecía sólidamente establecido, inadaptación de la UE a la nueva escena internacional.

Si se contempla el mapa europeo se pueden observar las dos grandes fallas que lo recorren. En la vertiente occidental, el 'brexit' que se encuentra embarrancado en un proceso de negociación de horizonte más que incierto, mientras en el propio Reino Unido, el Parlamento vuelve a reclamar su poder de decisión soberano para decidir en última instancia sobre el resultado final de esa negociación. En el flanco oriental de la Unión, el Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) aumenta su distanciamiento del núcleo central de la Unión, económico y político, con posiciones que siguen teniendo el respaldo mayoritario de sus electorados. En el centro, Merkel, hasta hace poco todopoderosa piedra angular de la Unión en tiempos de crisis, es la viva imagen del 'pato cojo', debilitada tras las últimas elecciones y con una oposición liderada por la extrema derecha de Alianza para Alemania. En el Sur, el Gobierno italiano refleja la convergencia mayoritaria del electorado en esa fórmula transversal de populismo que constituye la coalición entre La Liga y el Movimiento 5 Estrellas. Y si Italia se ha convertido en primer riesgo sistémico, político y económico para la Unión, para que no falte nada, en España, –el país que había puesto coto a la progresión del populismo de Podemos–, la coalición multicolor que apoya a Pedro Sánchez pone otra nota extravagante al panorama. Los socios del norte dan por perdido al sur para reformas de calado. Queda Francia, es verdad, que con la estabilidad que le da la amplia mayoría de Macron, flota como un planeta solitario, necesario para la Unión pero incapaz por si sólo de suplir otras debilidades. Pero si se mira más allá, lo que se ve es la Unión Europea encajada entre la Rusia asertiva de Putin y la América proteccionista de Trump a quien las intrincadas discusiones de la Unión parecen merecerle un profundo desprecio.

Entre la inadaptación estratégica, la parálisis institucional, y la ausencia de respuestas a los problemas que la mayoría de los europeos consideran cruciales para su futuro, aumentan peligrosamente las posibilidades de que las próximas elecciones al Parlamento Europeo que se celebrarán en 2019 entronicen a un populismo transnacional, cuando menos euroescéptico, como una de las fuerzas mayoritarias en una cámara que ahora ostenta un poder muy importante en los procesos de decisión comunitarios. No hace falta ser demasiado suspicaz para ver en esas elecciones una oportunidad de oro para que Putin desarrolle toda su capacidad de interferencia y sus diversas formas de apoyo a los movimientos antieuropeos. El debilitamiento de la Unión es un objetivo compartido por el presidente ruso y las fuerzas populistas dentro de la propia Europa.

Este podría ser un buen tema de reflexión para que, frente al empuje antieuropeo, las fuerzas que construyeron la Unión y las que hoy hacen suyo este legado histórico busquen acuerdos para impedir que se deshaga este logro de paz, prosperidad y democracia sin precedentes en la sangrienta historia del Continente.

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