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Mijaíl Gorbachov y Erich Honecker, días antes como jefe del Partido Comunista.
La huella de los protagonistas

La huella de los protagonistas

Mijail Gorbachov, Erich Honecker o Egon Krentz son algunos de los personajes que tuvieron un papel determinante en la caída del Muro

ENRIQUE ÁLVAREZ

Miércoles, 5 de noviembre 2014, 14:34

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En sus memorias, el canciller alemán Helmut Kohl dice que Mijaíl Gorbachov, el líder soviético de entonces, le reconoció que el Muro de Berlín cayó (se abrió sin restricciones, de hecho) por la sencilla razón de que Moscú ya no tenía los medios para impedirlo.

Si, como parece deducirse del contexto, se refería a los medios políticos (la legitimidad moral de una represión en toda regla) la explicación es la humilde y prosaica verdad de un hecho trivial que, siendo sensorialmente comprobable, ilumina el fin de un proceso complejo y largo: el hundimiento de la Unión Soviética.

Cuando el Muro fue abierto sin más y para siempre en la noche del nueve de noviembre de 1989 técnicamente aún existía la URSS (que duraría formalmente hasta diciembre de 1991), pero el reformismo democratizador y apresurado de Mijaíl Gorbachov y la aguda crisis económica habían dinamitado los resortes antioccidentales y condenado el recurso a medios militares.

Una cifra prueba lo dicho: cuando Erich Honecker, el poderoso y ortodoxo jefe del Partido Comunista (SED) y del Estado, dimitió solo tres semanas antes, cientos de miles de alemanes orientales se iban tranquilamente al Oeste a través de Checoslovaquia, que había abierto sus fronteras de par en par. La decisión de abrirlo, pues, tomada por su irrelevante sucesor, Egon Krentz (quien ocupó el poder 49 días) fue la visualización universal de un proceso, una metáfora didáctica de valor plástico inolvidable al servicio del fin del comunismo leninista.

Los padres de la criatura

El Muro había sido erigido súbitamente en agosto de 1961 en los días interminables del primer líder germano-oriental, Walter Ulbricht, jefe del SED por 21 años y algunos más como presidente y de estricta obediencia soviética. Oficialmente se trató de impedir los agresivos complots del imperialismo occidental pero hoy parece claro que su sucesor, tan ortodoxo como él, Erich Honecker, al frente del partido desde 1971, añadió a su real mala salud (convivió largos años con un cáncer) un cierto olfato: los días cambiaban y el camarada Gorbachov, lanzado a una luna de miel con Ronald Reagan y empeñado en cambiar la URSS de arriba abajo, nunca enviaría los tanques. El Berlín de 1989, sencillamente, no era el Budapest de 1956 ni la Praga de 1968

La pareja Kohl-Gorbachov tuvo el protagonismo que da el calendario a un hecho sobrevenido: ambos eran los líderes de la República Federal de Alemania y la URSS, los dos mundos que latían en la inmediata retaguardia del histórico proceso de desmontar el invento y cancelar, mal que bien, la larga Guerra Fría. Pero ninguno, siempre por el calendario, tuvo nada que ver con su construcción: del lado soviético en agosto de 1961 Nikita Jruschov era el líder total, en cuanto que jefe del PC y del gobierno y del lado alemán, era alcalde-presidente de Berlín (que siempre tuvo el status de una ciudad-estado) Willi Brandt, socialdemócrata, quien la gobernó entre 1957 y 1966.

Esta pareja, en cambio, sí tuvo que ver con el futuro de la capital asediada desde el lado pro-soviético. Jruschov, quien corriendo riesgos y con mérito había liberalizado la vida en la URSS, hizo en 1958 una propuesta notable que un castizo podría describir como ni para ti ni para mí: declarar a Berlín Ciudad Libre Brandt, que se sepa, ni lo consideró y rechazó la proposición.

Sabía bien que, además del gobierno federal, entonces instalado en Bonn, podía contar sin duda alguna con un tal John F. Kennedy, que el 26 de junio de 1963 se autoproclamaría un berlinés más (Ich bin ein Berliner) durante su apoteósica visita a la parte occidental de la ciudad. Brandt pisaba sobre seguro, tras haber establecido una calurosa relación personal con el joven presidente, a quien había visitado en la Casa Blanca solo unas semanas después de su elección.

El fin de una ilusión

Así, puesto en el mapa geopolítico de una posguerra que había dividido a Europa en dos partes aparentemente irreconciliables (pero que se reconciliaron rápidamente en cuanto la presencia soviética se aflojó y finalmente desapareció) el Muro pasó de la apoteosis neostalinista de su aparición en 1961 a su lenta erosión, política y social literalmente paralela a la liberalización gorbachoviana y a la menos valorada y peor conocida efervescencia pro-democrática en algunos Estados del glacis soviético instaurado tras el triunfo ruso en la II Guerra mundial en 1945, singularmente en Hungría, Polonia y Checoslovaquia.

Su fin solo fue aparentemente abrupto: el Muro estaba condenado por lo que Ortega y Gasset gusta llamar Su Majestad la vida, que aparece descontrolada a falta de un conductor único y se encarga de dinamitar los diseños aparentemente seguros y vitalicios. Su caída fue el clásico fin de una ilusión en la primera acepción del Diccionario: representación sin verdadera realidad sugerida por la imaginación o el engaño de los sentidos Europa está mucho mejor así y, aunque algunos no lo crean todavía, Rusia también

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