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La fuente. Obra de Rosa María Cerrón, alumna del Taller de Pintura de Pepi Corchado, en Valencia de Alcántara. :: S.E.
Ana Zafra: Aquel verano

Ana Zafra: Aquel verano

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ANA ZAFRA

Lunes, 14 de agosto 2017, 08:20

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LO primero que llamó mi atención fue aquel tarro de Nocilla, solitario, al fondo del frigorífico casi vacío. Lo segundo, que llevaba casi un año caducada.

Había visitado antes aquella casa de muros anchos y paredes blancas pero, en el verano de mis once años, una mondadura traicionera terminó convirtiéndola en la escuela donde aprendería que, igual que la comida no solo habitaba en la nevera, la historia no solo estaba en los libros.

Hasta entonces el pueblo había sido un lugar remoto. Casi tan lejano como los parajes de mi serie favorita, «Vacaciones en el mar», en la que, cada sábado, el Barco del Amor zarpaba en busca de lujosas playas y amores envueltos en champán y diamantes. Yo soñaba con navegar en él en pos de mi príncipe azul, pero en mi vida solo zarpaba, ocasionalmente, el Seat de mi padre con dirección al pueblo, donde lo único que recordaba al mar era el asfalto casi líquido al sol del mediodía.

«De alguna manera yo también me sentí acogida en aquel pueblo donde nada me ataba»

Por eso, cuando mi madre se hizo el esguince y mi tía insistió en cuidarme, me entregué al destino rural con la resignación de un cordero al matadero.

La tía Aguedita tenía mal genio, un moño impecable y los pendientes de oro de toda la vida. Viuda, sola, acostumbrada a trabajar, desprendía una energía contundente, casi intimidatoria.

Al amanecer del primer día, desperté aturdida. El ruido metálico del camión de la basura de mi Madrid habitual se había convertido en un gallo. Casi inmediatamente, mi tía entró, botijo en mano, para 'invitarme' a ir a la fuente del Pilar. ¿Es que no había otra hora? ¿Es que no había grifos?, pensé, pero, obediente, salí al camino.

El olor del campo, el frescor del rocío, el aire limpio, todo era nuevo y agradable. Una aventura para conquistar el agua más rica que había probado.

Aquel paseo fue el primero de las mil sensaciones que el verano en el pueblo me iba a brindar.

Pronto descubrí la umbría de la vereda por la que paseaba con amigas nuevas. Saboreé las patatas asadas en el propio huerto, la leche recién ordeñada y los tarros de conserva de la alacena. Las tardes en la ermita comiendo pipas y viendo a los chicos pasar, esos chicos con acento del norte que sabían todo sobre la vida. Las puertas abiertas donde solo una cortina impedía el paso a las moscas, que no a quien quisiera entrar. La libertad de salir sin más reglas que las de ayudar en tareas que, poco a poco, me parecieron regalos.

Los regatos surgiendo entre las cañas. El regusto a madera y la humedad del doblado en la siesta. Las sillas al fresco por la noche, donde escuché mil historias de amores, de aparecidos, de hijos de ricos y cargas de pobres...

Una mañana recogimos una cesta de moras que yo transportaba como un tesoro. «Haremos mermelada», dijo mi tía. Y, entre almíbares y tarros, me contó la historia atroz de un tiempo de rencillas entre hermanos, de venganzas, de una guerra que la dejó huérfana y de una madrugada saliendo del pueblo donde había nacido. De un largo camino que la llevó a cambiar la aridez manchega por el verdor de la dehesa y la sequedad del rencor por el cariño del hombre que la amó y de los vecinos que la acogieron sin preguntas. Una historia de humillación y hambre. Por eso, me explicó, tirar la comida era un pecado casi tan grande como el de no ayudar al peregrino.

De alguna manera yo también me sentí acogida en aquel pueblo donde nada me ataba. Corrí por el altozano, bailé en la verbena, conocí casas y gentes que borraron mi desconfianza de niña de capital. Disfruté, en una palabra, de un pueblo de verdad.

Luego volví a Madrid, con sus humos y sus reglas.

Mi tía enfermó y tuvo que irse a vivir con su hijo, a Getafe. A un piso con cerrojo de un barrio sin veredas de una ciudad sin campo.

El julio siguiente, conocí el mar, infinito, aunque las patatas sabían a chiringuito y no vi ningún barco del amor.

Ha habido muchos veranos después. Vivo ahora acostumbrada al olor del campo, bebo agua mineral, nunca tan rica como la de aquel botijo, y tengo una puerta blindada. Pero al atardecer recuerdo las sillas al fresco, el trajín constante de mi tía y las siestas cómplices en las que me escondía a comer, como un manjar inmarcesible, el triste tarro de Nocilla caducada.

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