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El mirador del santuario de la Peña de Francia, a la que peregrinó el autor del texto durante su infancia. S.E.
Teresiano Rodríguez Núñez: Peregrino

Teresiano Rodríguez Núñez: Peregrino

Domingo, 13 de agosto 2017, 09:17

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EL mes de mayo de aquella primavera de 1944–¿o fue 1945?– tuve paludismo. No lo recuerdo tanto por la fiebre, que me tuvo en cama no sé cuántos días, como por la medicación: pastillas de quinina, de color amarillo, que no es que amargaran, es que eran la amargura misma. Parece que fui el último de mi pueblo en sufrir lo que venía siendo un mal endémico. Vamos, que hice historia.

Pero hubo otro hecho histórico aquel mes de mayo. La Virgen de Peña de Francia, lugar de peregrinación para toda Castilla, visitó mi pueblo, dentro de un periplo por la diócesis de Ciudad Rodrigo. Mi madre, viendo a su niño en semejante trance, sin poder ver a la Virgen, prometió que cuando me curara iría al santuario en peregrinación. Y me curé. Y el tiempo pasaba. Si mi madre me recordaba la promesa, le contestaba yo que la promesa era suya, aunque en el fondo me ilusionaba el peregrinaje.

Era ya joven quinceañero cuando mi madre planteó satisfacer de una vez la deuda contraída en la próxima fiesta de la Virgen de la Peña, el 8 de septiembre. El viaje se haría en caballería, porque no había otro medio. Me acompañaría mi hermana la mayor y viajaríamos con Miguel y María, un matrimonio joven con los que existían vínculos de parentesco y de amistad y a quienes acompañaba Ángela, hermana de María; iban también los hermanos Luis, Vicente y Argimiro, amigos desde la infancia y hasta hoy. Saliendo el día 7 por la mañana temprano, estaríamos en la Peña al atardecer. Y así se hizo; sino que en vez de los siete programados, añadieron a última hora a la pequeña de la casa, Aurora, que rondaba los diez años.

«Uno dijo a voces: ‘Aquí hay hombres con mujeres. Ahora mismo voy a buscar a un fraile’»

Aparejados los mulos, las alforjas con ropas y viandas, nos pusimos en camino antes de rayar el sol. Por el antiguo puerto romano coronamos el valle del Árrago, siguiendo luego la carretera hasta dar vista a Castilla, para retomar otra vez el camino. Al mediodía estábamos en Monsagro: allí comimos y hasta nos facilitaron paja y pienso para las caballerías. A media tarde, atacamos la ascensión a la Peña, dura como los mismos peñascos del camino. Arriba, en lo más alto, a 1.727 metros se alzan el santuario y a su lado, el convento de los frailes; hay también tres pequeñas ermitas: la de ‘la Blanca’, en el lugar donde se encontró la imagen de la Virgen, la de San Andrés y ‘el Santo Cristo’. La hospedería actual se construyó años más tarde.

«Saliendo el día 7 por la mañana temprano, estaríamos en la Peña al atardecer»

Cuando llegamos ya había mucha gente desparramada en el entorno. Lo primero era dejar las caballerías en un espacio reservado hacia el oeste. De aquello se encargó Miguel. Los demás visitamos la iglesia, que preside la imagen de la Virgen, para perdernos luego en el bullicio de la gente, que se movía entre los lugares de culto y los chiringuitos y tenderetes de bebidas, comidas y recuerdos. Entrada ya la noche hubo un rosario semejante a una procesión de antorchas por el antiguo camino de la Alberca. Cuando acabaron los rezos, nos arrimamos al tenderete de unos turroneros de La Alberca: grandes bloques de turrón duro, de los que, a demanda del cliente, partían como podían trozos con un hacha pequeñita. Nos dio por reír y ponernos algo bordes, cosa que a los turroneros albercanos no hizo maldita gracia e hicimos lo prudente, largarnos.

«Si mi madre me recordaba la promesa, le contestaba yo que la promesa era suya»

Eran las tantas y todavía no sabíamos adonde íbamos a dormir. En septiembre, ‘la Peña’ no es lugar para dormir al raso. Los frailes cedían los espacios libres del convento. Pero ya casi todo estaba ocupado. Habíamos dejado nuestras cosas en una especie de zaguán. Y allí, en una semipenumbra, junto a la pared y con un par de colchonetas que nos proporcionaron y las mantas de los aparejos, hicimos lo más parecido a una cama redonda. Estábamos tratando de dormir, cuando pasaron por allí un grupo de mozalbetes alborotando. Debieron fijarse en nosotros, porque uno dijo a voces: «Aquí hay hombres con mujeres. Ahora mismo voy a buscar a un fraile». Nos hicimos los dormidos tratando de tener la fiesta en paz y, rendidos como estábamos, nos dormimos de verdad. Despertamos ya bien amanecido, cuando comenzó el bullicio y sonaron las campanas.

Lo que siguió era reglado: paso por un servicio y chapuzón de cara, desayuno en un chiringuito, misa en el Santuario y procesión alrededor. La promesa estaba cumplida. Y decidimos coger sin más el camino de vuelta, porque no se nos hiciera de noche. Hasta las caballerías colaboraron: cuando vuelven a casa siempre andan más deprisa.

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