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¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?
«Un charco escondido entre las piedras y la vegetación...». :: HOY
Irene Sánchez: Secarse al sol sobre las piedras

Irene Sánchez: Secarse al sol sobre las piedras

IRENE SÁNCHEZ CARRÓN

Sábado, 19 de agosto 2017, 09:01

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Los largos días de verano de mi infancia y adolescencia en el Valle del Jerte casi pueden resumirse en dos palabras: sol y agua. Mucho sol y mucha agua de río y de gargantas. Contaba mi querida Pilar Galán en una charla que una vez pidió a sus alumnos que escribieran lo que hacían en verano, y uno de ellos llenó una cara de un folio con lo siguiente: «Voy a la piscina. Me tiro y me salgo. Me tiro y me salgo. Me tiro y me salgo».

Poco más hacíamos por el Valle del Jerte. Íbamos al río, nos bañábamos y nos secábamos sobre las piedras, una y otra vez, hasta que los labios se nos ponían morados y se nos arrugaban las yemas de los dedos. Desconozco por qué mi madre llamaba a las yemas de los dedos «papillos», palabra que no recoge el diccionario de la RAE. El caso es que cuando estábamos en el agua, perdida por completo la noción del tiempo, las arrugas en los «papillos» eran el aviso de que convenía salirse un rato.

El horario veraniego se organizaba en torno a los múltiples baños diarios. En mi caso, acudía al río por la mañana y por la tarde, y la felicidad total consistía en que los padres se llevasen la cesta nevera y las sillas plegables y nos quedáramos a comer o a cenar en la orilla.

Navaconcejo, mi pueblo, construido siguiendo el curso del río Jerte, cuenta con numerosos charcos en los que disfrutar de un buen baño. Sin salir de la localidad, está El Charco Cristo, un lugar tranquilo para darse un remojón por la mañana.

En mi caso, aprendí a nadar en un tramo del río por encima del pueblo, conocido como El Pilar, donde ahora hay una piscina natural. El Pilar era una algarabía de flotadores de colores y de padres y madres metidos en el agua hasta la cintura, tratando sin éxito de poner orden entre las criaturas que chapoteábamos como buenamente podíamos.

El primer reto del aprendiz consistía en deshacerse del flotador y ser capaz de cruzar el río en este tramo. Caminabas hasta el centro del cauce y, cuando el agua te llegaba a la barbilla, te echabas a nadar como un perrito hacia la otra orilla. El corazón se te ponía a cien, ante la duda de si serías capaz de recorrer los escasos metros hasta volver a hacer pie.

Conseguido el prodigio de flotar y desplazarse, los nuevos nadadores nos íbamos alejando de El Pilar, aguas arriba, hacia La Cuna y hacia La Coja, otros charcos más profundos en el mismo tramo del río, donde hacían sus pinitos aquellos que ya nadaban con soltura y eran capaces de tirarse desde las piedras y hasta desde los árboles, proeza esta última solo reservada para los más audaces y ágiles.

Saber nadar era sinónimo de libertad en una zona como la mía, donde el río condicionaba por completo las actividades del verano. Se trataba de una destreza que te otorgaba el salvoconducto para explorar otras zonas alejadas de la vigilancia de los padres.

Por encima de la Coja, se podía visitar La Mora, y un poco más arriba, justo donde desembocaba la garganta de las Nogaledas, estaba La Valenciana, con su piedra inclinada y lisa por la que resbalábamos al agua. Algunas tardes nos atrevíamos a llegar a La Clavela, un charco entre Navaconcejo y Cabezuela del Valle, frecuentado sobre todo por parejas que buscaban más intimidad.

La adolescencia nos siguió impulsando río arriba y hacia las aguas claras que bajaban de las gargantas. Las tardes en las que conseguíamos plaza en algún coche, nos acercábamos hasta El Olivarejo, un charco escondido entre las piedras y la vegetación, en el tramo final de la Garganta de los Infiernos, a medio camino entre Jerte y Cabezuela del Valle. El acceso no era fácil, pero la recompensa merecía la pena.

Ir creciendo cada verano no fue otra cosa que transitar de un asombro a otro, al descubrir charcos y gargantas por todo el valle. En este territorio privilegiado nos dimos una y otra vez de bruces con la belleza en rincones escondidos donde el agua había labrado filigranas y excavado pozas en las rocas. Cada tarde probábamos la belleza al acercar los labios a las fuentes heladas y al sumergirnos en las aguas más limpias. Pero, ya ven cómo son las cosas, entretenidos como estábamos con la vida, con los amigos y los amores, casi no nos dimos cuenta de la belleza que nos asediaba.

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