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De retratos, estatuas, placas, plaquitas y todo lo demás

Esta reflexión se la dedico a la familia de Julio Cienfuegos, aquel exquisito presidente de Diputación, que sí parecía lo que era, y también a la de Diego de la Cruz, un alcalde de Fuente del Maestre en tiempos de Franco, que mereció, ya en la democracia, que una calle llevara su nombre en agradecimiento a su labor

felipe sánchez gahete

Sábado, 6 de enero 2018, 23:28

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Dicen los que saben que Pétain fue un mariscal francés conocido como el héroe de Verdún, con reconocida fama por estar siempre preocupado por encima de todo por el bien de sus soldados. Posteriormente, sic transit gloria mundi, el héroe devino en villano y tras Vichy fue condenado a cadena perpetua. Salió de prisión con 95 años, solo un mes antes de que falleciera y ser enterrado en Yeu ¡con la dignidad de mariscal de Francia!

Siempre me llamó la atención, y valoré positivamente, que, durante el mandato del socialista Miterrand, en su tumba jamás faltaran flores.

España, país de cristianos viejos, marranos, moriscos y demás patulea carne de galera y hoguera, siempre con especial predilección por la limpieza de sangre –ahora batalla definitivamente ganada por la poderosa LGBTI, colectivo comprometido y progresista– raramente produce miterrandes con tomates suficientes para hacer o atreverse a hacer lo mismo con cualquiera de nuestros petaines, salvo que fuera lgbti. Creo que Felipe González, de haberle correspondido, lo hubiera hecho. Shoemaker y sus secuaces, por el contrario, solo son dignos sucesores de aquellos de cerilla fácil, aunque ahora utilicen la no menos ominosa falaz etiqueta o, a lo bestia, el blackanddecker o la piqueta. El PP, pecando por omisión, tampoco ha demostrado andar sobrado de tomates.

Humilde médico, para mí quisiera la taumaturgia de la Nierga, capaz de hacer que los muertos escuchen, por eso me conformo con ayudar a bien morir. Y si Norberto Juan Ortiz Osborne, más conocido por Bertín, hijo de Enrique Ortiz y López-Valdemoro, VIII conde de Donadío de Casasola y con casi una decena de tíos paseados en Paracuellos, y como él tantos otros, no ha utilizado jamás esta salvajada a conveniencia y, de verdad, los deja descansar en paz, la casposa intelligentsia patria bien podría hacer lo mismo.

No seré yo quien ponga en duda las bondades de la Transición, pero cuando observo retrospectivamente como devinieron las cosas y veo el comportamiento posterior de los que la hicieron posible, bueno, de sus cabezas visibles, que aquello fue, por acción u omisión, obra y responsabilidad de todos, no puedo menos que subrayar que fue más de unos que de otros, porque unos, generosos, obraron, se mantuvieron y se mantienen en la sensatez y el afán de concordia y otros, lo hemos visto después, sólo obraban desde un cicatero pragmatismo para, sin renunciar a la quimera de invertir cómo acabo la guerra, la maldita posverdad, hacer temporalmente de la necesidad virtud y en el momento oportuno mostrarse tal como eran.

Nos recordaba hace unos años Carmen Iglesias citando a Weber que «ponerse a buscar –desde la perspectiva del político– después de perdida una guerra quiénes son los culpables es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de una sociedad la que origina una guerra», pero en esas se empeñan casi ochenta años después.

El viejo zorro de Carrillo, tan pragmático como cruel, hizo de la necesidad virtud. Sabía mejor que nadie su fuerza, la de su PC –el mítico «partido» de nuestras facultades y de los ambientes ‘gauche divine’– y el probable reflejo de esta en las urnas. Y supo jugarlo.

Antes de que las urnas nos lo descubrieran –culpa, decían como excusa, de Washington y Bonn– y que supiéramos que no era tan fiero el león como lo pintaban ni que España tenía las ganas ni la necesidad de hacer los experimentos que propiciaron el PREC y el MFA en el querido Portugal, le sacó el máximo partido.

Don Santiago, lobo trasmutado temporalmente en cordero, nos perdonó la vida y nosotros le besamos los pies, nos otorgó pedigrí democrático y todos fuimos por un momento sus camaradas, contuvo a los suyos y lo creímos poseedor de la vara de Moisés, pero solo tuvo que pasar un tiempo para que su voz perdiera el poder suavizante de las claras de huevo y sus patitas el blanco nuclear de la harina, y empezó a desbarrar y a recalificar/descalificar a los que habían renunciado a hacérselo a él –que pruebas, haberlas, habíalas– y, aparentemente errante, pero sin problemas de avituallamiento, inició una cómoda y almibarada travesía del desierto hasta volver a sus orígenes de juventud, el PSOE.

España, paraíso de paremiólogos, nos ha regalado aquello de «a moro muerto, gran lanzada».

La noche del empecinamiento de la Nierga, igual que la de la cena homenaje a don Santiago en la que el postre fue la retirada de una estatua de Franco, o más recientemente y esto no ha acabado, Carmena y la legión de clones zapaterines revisando el callejero y todo lo habido y por haber, son el paradigma de todo lo anterior.

Yo, de por sí cobarde, no puedo menos que sentir tanta envidia de Francia y de las flores de Miterrand como vergüenza ajena de la valentía a toro pasado de algunos de mis compatriotas.

Esta reflexión se la dedico a la familia de Julio Cienfuegos, aquel exquisito presidente de Diputación, que sí parecía lo que era, y al que siempre agradeceré su trato cuando nos recibió tras salir en el franquista Cesta y Puntos –no elegimos a nuestros padres ni la fecha de nuestro nacimiento–, y también a la de Diego de la Cruz, un alcalde de Fuente del Maestre en tiempos de Franco, que mereció, ya en la democracia, que una calle llevara su nombre en agradecimiento a su labor y hombría de bien.

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