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LA memoria es un territorio de neblinas, elástico y caprichoso. Profundamente emocional. Selectivo casi siempre. La memoria es un olor, un sabor, una luz, una ausencia, un paisaje, una frase, un amor, un odio... Todo junto. Somos memoria, presente y futuro. No es fácil gestionar, pues, las cosas que tienen que ver con ella. Pocas tan humanas como el recuerdo. Nuestros recuerdos.

Por eso Miguel Ángel Gallardo, presidente de la Diputación de Badajoz, se ha metido en un jardín particularmente complejo y de difícil control cuando ha decidido que, bajo su responsabilidad y la de su equipo de gobierno provincial, en Badajoz se aplique la Ley de Memoria Histórica en los términos en los que ha decidido que se aplique.

Gallardo es un político que ejerce, que prevalece. Sabe mandar. Su raza de líder le hace mucho más valiente que la media, incluso que la de sus propios compañeros de siglas. Eso es valioso. De hecho, yo lo he valorado en alguna ocasión en este mismo espacio. Cuando, por ejemplo, hizo frente a la solución de un problema de años en el centro de Badajoz: a qué destinar el edificio del hospital provincial. O cuando, con oportuna anticipación, se puso del lado de la aplicación del 155 en Cataluña y en defensa de la Constitución. El alcalde de Villanueva tendrá otros complejos, como los tenemos todos, pero desde luego ninguno relacionado con lo que se espera y desea de un buen político.

¿Qué ocurre, sin embargo, con la cuestión de las memoria histórica y los vestigios del franquismo? Que parte de tres errores, ignoro si de su puño y letra o inducidos por terceros. El primero es que no ha sido consciente de la tremenda sensibilidad que requiere administrar emociones y sentimientos, conceptos como 'memoria' o como 'exaltación'. No solo referidos a particulares, sino colectivos. El segundo es que no ha puesto el proyecto en manos de una comisión de expertos que disponga de tiempo y recursos suficientes para, con el debido rigor, eludir errores de bulto como los que hemos venido reflejando en el diario. Y tercero, y más importante, parte del error, equívoco o falacia de que esto que ocurre en la Diputación de Badajoz -y que parece que se replicará de modo semejante en la de Cáceres- es consecuencia automática, directa, inevitable, del cumplimiento estricto de la ley. De la Ley 52/2007, en concreto.

Pero no es así. Lo que esa ley dice en el punto 15, el que afecta a lo que aquí analizamos, es lo siguiente: «1. Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura. Entre estas medidas podrá incluirse la retirada de subvenciones o ayudas públicas. 2. Lo previsto en el apartado anterior no será de aplicación cuando las menciones sean de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados, o cuando concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas protegidas por la ley. 3. El Gobierno colaborará con las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales en la elaboración de un catálogo de vestigios relativos a la Guerra Civil y la Dictadura a los efectos previstos en el apartado anterior. 4. Las Administraciones públicas podrán retirar subvenciones o ayudas a los propietarios privados que no actúen del modo previsto en el apartado 1 de este artículo». Como es evidente, el texto deja un tremendo margen a la interpretación. Nada se dice de que deba ser una diputación la que haga o no, ni de qué modo, el catálogo. Ni la que determine cómo se señala y define un vestigio que suponga una exaltación «personal o colectiva de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura». Pero por encima de todo, esa ley expresa que las administraciones «podrán» retirar subvenciones. O sea, podrán o no, en ningún caso están obligadas. La Diputación de Badajoz está facultada para hacer lo que hace, al margen de que lo haga mejor o peor, pero nadie le obliga a hacerlo ni, por descontado, a hacerlo así. Unas administraciones condicionan sus ayudas al cumpliento de esa norma y otras no, pero todas cumplen con la ley.

Miguel Ángel Gallardo tiene la oportunidad de parar el cronómetro, coger aire, recuperar sedal y, una vez calculadas de verdad todas las consecuencias que una iniciativa como la que ha emprendido puede tener, hacer lo que está haciendo pero con muchísima más serenidad, con un tono menos enérgico, con claves más conciliadoras. Los líderes de verdad no se hacen y crecen solo en los momentos en los que más aprietan, cuando vencen, obligan, fuerzan, arengan o ejecutan, sino también cuando ceden, comparten, suavizan, facilitan. Hasta cuando dudan.

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