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Plaza Alta de Badajoz. :: HOY
Dos latas de fabada

Dos latas de fabada

Hace 40 años, las madres no preparaban «tapers» de estudiantes

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Viernes, 25 de mayo 2018, 08:42

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¡Quién me iba a decir a mí, con el hambre que he pasado en Badajoz, que algún día me entregarían en esta ciudad un premio gastronómico! No es que no me alimentara, tampoco llegué a estar desnutrido, pero pasaba un hambre psicológica de la que aún no me he recuperado. Un hambre mental que combatía comprando libros de Xavier Domingo y Álvaro Cunqueiro. Como no tenía dinero para comer cosas ricas, leía libros que trataban sobre las cosas ricas: el cocido maragato, la caldeirada de rape, el jamón con chorreras...

El miércoles pasado, me galardonaron gastronómicamente en la Plaza Alta de Badajoz. Fue bonito, pero lo que verdaderamente me emocionó fue dedicar la tarde a recorrer con mi mujer, agarrados de la mano como entonces, nuestra particular ruta del hambre. Aquello sucedió en 1978, hace justamente 40 años. El año anterior, que fue cuando nos conocimos, ella había vivido en la pensión La Roca de la calle José López Prudencio, con el señor Benigno y su entrañable esposa, cuyo nombre lamento no recordar, y allí, a mesa puesta, el hambre psicológica no existía. Pero al año siguiente, ella se trasladó a un piso de Juan Pereda Pila y empezó el calvario.

Para entender ese hambre, hay que explicar que yo estudiaba en Salamanca y me gastaba el poco dinero que tenía en los viajes en autobús para venir a verla. Engañaba a mis padres, lo confieso aquí por primera vez, pues ellos pensaban que yo estaba en Salamanca y en realidad vivía con mi novia en Badajoz. También es verdad que fue el curso en que saqué las mejores notas y obtuve la única matrícula de honor de la carrera: ¡en Lengua Catalana! Pero pasábamos un hambre...

Con tanto viaje, no teníamos un duro y nos alimentábamos, ¡exclusivamente!, de espaguetis con tomate y cebolla e hígado de cerdo encebollado. Los huevos los comprábamos de vez en cuando y de dos en dos y durante la última semana del mes, cocinábamos un pastel de arroz gigante que tomábamos para comer y cenar.

El pastel lo preparábamos en la bandeja del horno, para que fuera lo más grande posible, y consistía en arroz blanco cocido dispuesto en tres capas que se alternaban con otras tres capas de una salsa hecha con mayonesa, tomate frito, huevo cocido, caballa, aceitunas y pimientos morrones. No estaba malo, pero claro, una semana a base de pastel de arroz...

Cuando llegaba la remesa mensual de dinero, hacíamos una locura: nos comprábamos una lata de fabada Litoral, ¡de las grandes!, y nos pegábamos un banquete fabuloso. Soportábamos aquellas penurias gastronómicas por amor, que es la mejor manera de soportarlo todo. Y, naturalmente, nuestro sueño no era viajar al Caribe ni tener un chalet con piscina, nuestro sueño era poder ir algún día a Elvas, como hacían nuestros amigos, a comernos un bacalao dorado. Pero nunca pudimos ir. Como tampoco podíamos comernos un flan riquísimo que hacían en La Marina ni unas tablas de quesos extremeños que anunciaban en un bar de la parte vieja.

El miércoles pasado, antes de subir a recoger el premio a la Plaza Alta, por donde en 1978 paseábamos de la mano digiriendo nuestro pastel de arroz, recorrimos los bares de Badajoz que nos tentaron, las pastelerías que deseamos y aquel Simago donde admirábamos el solomillo y nos conformábamos con los higadillos.

La superación de aquella traumática hambre psicológica fue complicada. Cuando empezamos a trabajar y, por lo tanto, a tener dinero para comer normal, durante los primeros meses salíamos, literalmente, a una gastroenteritis por semana hasta que conseguimos atemperar el ansia. Por otro lado, los sueños frustrados de un bacalao en Elvas de aquella pareja de novios están en la base de los libros sobre restaurantes portugueses que hemos hecho juntos y, en fin, en nuestra despensa siempre hay dos latas de fabada Litoral. No las abrimos nunca porque no son para comerlas, sino para recordar los días más felices de nuestras vidas.

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