Recuerdo la primera vez que vi escrita la palabra «referéndum». Debió ser en 1945: yo tenía siete años apenas y me dirigía a la escuela, aquella escuela unitaria de mi pueblo, en la que un maestro se las veía a diario con medio centenar de niños de entre seis y catorce años. En la plaza, sobre los muros del edificio que albergaba el Ayuntamiento y las dos escuelas, una de niños y otra de niñas, habían pegado unos grandes carteles en los que sobresalían tres palabras en color rojo: «Vota el Referéndum». Lo de votar sólo lo asociaba a la pelota de goma que mi madre me trajo cuando fue al médico en Salamanca, aunque aquella pelota botaba con b, pero yo no llegaba todavía a diferenciaciones ortográficas; de lo del referéndum no tenía ni idea. Se lo conté a mi madre cuando regresé a casa y trató de explicármelo como buenamente pudo. Debió tratarse de la campaña para la aprobación de la «Ley del Referéndum», una de aquellas «leyes fundamentales» que configuraron el «franquismo». Mi pequeño «mundo feliz» se circunscribía para entonces a mi pueblo y a los tres o cuatro del entorno más próximo; aunque me preguntaba qué habría más allá de las montañas que le rodean, curiosidad que satisfizo mi padre llevándome un día de ese mismo año a Ciudad Rodrigo.
No sé por qué extraña asociación de ideas me ha venido a la cabeza este hecho tan lejano, cuando estoy dándole vueltas al magín, tratando de comprender lo que viene ocurriendo en Cataluña y en España desde el pasado mes de octubre. Y si es que los catalanes pensaban conocer o conquistar el mundo haciéndose independientes. Quiero pensar que el 1-O y todo lo que ha venido detrás será dentro de poco una ‘historia para olvidar’. Y que cuando el Art. 155 de la Constitución y unas nuevas elecciones enderecen la situación, acabará la locura independentista y en Cataluña se impondrá la ley y el ‘seny’. Lo mismo, supongo, que quieren pensar la mayoría de los españoles. Pero al mismo tiempo, a la vista de los acontecimientos, del radicalismo de algunos sectores de Cataluña y del adoctrinamiento que se ha venido llevando a cabo entre la juventud, los de siempre y una vez más tratarán de incorporar a su ‘historia patria’ esta lucha estúpida por un independentismo sin pies ni cabeza, en base a no sabemos qué realidades, qué derechos, ni qué beneficios. Con el agravante, además, de que la imagen que están dando Puigdemont y sus secuaces, huidos y buscando refugio en una cierta indolencia de Bélgica; la caravana de alcaldes con sus bastones de mando haciéndoles la ola, y los paniaguados de siempre tratando de mantener la ficción increíble de una Cataluña feliz de la mano de una izquierda radical… ni se sostiene ni es creíble, por mucho que lo intenten.
Ampliando el horizonte y afectado sin duda por la zozobra en qué vivimos, me pregunto si no estaremos banalizando la política. Y no lo digo ya sólo por Cataluña, con la que tienen montada, sino por España en general. Los más jóvenes no tienen más referente para situarse que el presente en el que viven. Pero los de mediana edad para arriba podemos mirar hacia atrás y me atrevo a decir que, si no con orgullo, sí con un buen grado de satisfacción. Desde los años ochenta hasta hoy ya lleva llovido mucho, a pesar de la sequía de este año. Ello permite mirar y juzgar con una cierta perspectiva. Y podemos comenzar por la llamada «clase política». ¿Acaso en términos generales los políticos de hoy son mejores que los de ayer? Con la perspectiva de los años y el peligro de las generalizaciones, uno tiene la impresión de que los políticos del pasado reciente, desde la «transición» para acá, prometieron lo que creyeron poder cumplir aunque no siempre lo lograran, estuvieron más pendientes del pueblo que del propio partido, se preocuparon más de hacer bien su trabajo que de atacar y desprestigiar al contrario.
Con lo dicho no trato de hacer una ‘laudatio’ de los políticos del pasado reciente y menos con carácter general. Se me puede decir con toda razón que si hoy tenemos un Puigdemont, ayer tuvimos un Tejero. Aunque también creo que uno y otro no son comparables ni como personajes, ni en sus actitudes, ni en sus fines. Y si miramos a los resultados, la diferencia es abismal: lo de Tejero fue visto y no visto, en tanto que lo del independentismo catalán, aunque no tiene pies ni cabeza, ha echado raíces y va a costar arrancarlas completamente: porque la semilla se ha sembrado en la tierra abonada de quienes buscan no similitudes sino diferencias, no acercamiento sino lejanía, no lo que nos une sino lo que nos separa.
Creo que el Gobierno está actuando bien porque está calladito y así debe seguir mientras pueda. Su hora fue llevar el problema al Senado. Y una vez aprobada allí la aplicación del Art.155 de la Constitución, tomar las medidas pertinentes, entre otras la convocatoria de Elecciones en Cataluña el 21 D. A partir de ahí llegaba la hora de los jueces, que están haciendo su trabajo creo que con el rigor y la prudencia que cabe esperar de ellos. Y ahora, a esperar: dando tiempo, eso sí, para que Puigdemont haga el ridículo huyendo y moviéndose por Bélgica como un conejo asustado; o para que la señora Forcadell, expresidenta del Parlament, abjure ante los jueces del independentismo, diga que su declaración de independencia fue simbólica y esté dispuesta a depositar 150.000 euros para salir de la cárcel. Y los miles de independentistas de pacotilla debieran avergonzarse de echar mano de escolares y universitarios, en los que han inoculado el virus del independentismo, para llevarlos ahora a paralizar trenes en las estaciones.
El próximo 21 de diciembre será un día importante, no sé si decisivo, para Cataluña y también para España. Ojalá la mayoría silenciosa de Cataluña se percate de lo que se juega de cara al futuro y actúe en consecuencia. Nunca mejor para sacar a relucir el ‘seny’, esa mezcla de sentido común y sentido práctico del que siempre han hecho gala. Todos nos jugamos mucho, pero los catalanes más que nadie.
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