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Extremadura ante el ‘volcán’ territorial de España

Se avecinan de nuevo tiempos de borrasca territorial y deberíamos afrontarlos con unas cuantas ideas claras para que los grandes debates nacionales no acallen las reivindicaciones legítimas de los extremeños

José Julián Barriga Bravo

Domingo, 12 de noviembre 2017, 23:41

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Hace unos días, en Trujillo, un grupo de personas reflexionaban sobre las consecuencias que tendría para Extremadura la situación de grave crisis política que sufre en estos momentos España. Y lamentaban que siempre que España ha sufrido convulsiones territoriales, los extremeños hemos salido perjudicados. Por una razón simple: el Estado, es decir España, en los tiempos que se avecinan, precisa y precisará concentrar toda su energía, y también sus recursos, en tratar de solucionar los desastres causados por las contiendas territoriales que los movimientos independentistas de Cataluña han provocado en el resto de las Comunidades. No olvidemos que, además de las incertidumbres políticas, la crisis institucional tendrá también un indudable costo económico para todos los españoles. A los reunidos en Trujillo, todos ellos de muy amplia experiencia en años y en responsabilidades, no se les ocultaban los riesgos que la confusión de los tiempos presentes produciría en los procesos de desarrollo y de bienestar de los extremeños, que habitan un territorio que necesita de la solidaridad económica del resto del Estado.

¡Mala suerte la de Extremadura! Siempre que en el horizonte aparecen etapas de desarrollo y de progreso, los problemas generales del Estado entorpecen o retrasan los proyectos en curso. Extremadura siempre ha llegado tarde y, cuando llegaba, los demás ya habían negociado sus prioridades. ¡Ahora que al fin nos uníamos para reivindicar un ferrocarril moderno, alguien se encargará de decir: ¡pobrecitos los extremeños, –«ellos tan subvencionados»– que se movilizan por un tren cuando en España llueven truenos y relámpagos! ¡Qué mala suerte…! ¿Qué va a ser de nosotros en una España abierta en canal, tratando de refundarse? ¿Seguiremos siendo una comunidad autónoma? ¿Retrocederemos al rango de las regiones? ¿Perderemos competencias? ¿Tendremos tan siquiera capacidad política para tener voz propia?

Y habrá quien diga: «y a mí qué me importa…; lo que me importa es saber si mis hijos o mis nietos van a tener oportunidad de vivir en Extremadura o tendrán, por el contrario, que emigrar a poco que ambicionen ser ciudadanos de pleno derecho; y me da lo mismo ser comunidad o región o provincia o país extremeño». O tal vez no. Tal vez, saquemos nuestra vena de regionalismo reivindicativo para exigir no ser «españoles de segunda». Incluso habrá quien trate de hacer balance de los beneficios que han supuesto para los extremeños las décadas de autonomía y de Estatuto, porque ¿quién no reconoce que la Extremadura que entró en la senda autonómica en 1983 es afortunadamente muy diferente a la del año en el que a los españoles nos explotó el problema catalán? Ni siquiera físicamente se parecen. ¿Y a usted quién le dice que las cosas hubieran sido muy diferentes si, en lugar de con estatutos y transferencias, se nos hubiera gobernado desde otro lugar de España con mayor eficiencia? Porque el dato más importante es que en 1983 Extremadura era la región con menor renta per cápita y, cuarenta años más tarde, seguimos en la misma posición. ¿De verdad que la autonomía ‘per se’ crea riqueza?

Ante la que se avecina, deberíamos los extremeños aclarar nuestras cuentas sin hacernos trampas en el solitario: conocer, por ejemplo, cuánta es nuestra autonomía financiera, y qué nivel tiene nuestra dependencia fiscal de las otras regiones o comunidades. No es lo mismo negociar competencias y fondos interterritoriales desde una posición de debilidad, es decir desde la mano tendida para rogar la solidaridad de los demás, que desde la autosuficiencia. No es lo mismo negociar desde unos niveles de paro absolutamente insoportables que desde la seguridad de que nuestros jóvenes tienen porvenir laboral en nuestra tierra.

En conclusión: se avecinan de nuevo tiempos de borrasca territorial y deberíamos afrontarlos con unas cuantas ideas claras para que los grandes debates nacionales no acallen las reivindicaciones legítimas de los extremeños. Esta era la cuestión con la que este observador de la realidad extremeña comenzaba su reflexión, convencido de que, cualquiera que sea el desenlace de la sublevación separatista de Cataluña, se va a reconfigurar el mapa territorial del Estado, con la inevitable secuela de diseñar de nuevo las competencias y las atribuciones de cada territorio. Y en esta tesitura, ¿Extremadura, qué? En esa coyuntura, Extremadura, mal que nos pese, llega en las peores condiciones posibles al gran debate nacional. No supimos aprovechar los tiempos de bonanza, que los ha habido como en ninguna otra etapa de nuestra historia. Nos acostumbramos a vivir confortablemente instalados al calor de los presupuestos públicos, de los fondos europeos, de los fondos de compensación interterritorial, sin reconocer que gozábamos de una prosperidad ficticia.

Dice la gente positiva que las coyunturas problemáticas deben aprovecharse para construir soluciones firmes de futuro. A mí se me ocurre una propuesta con la seguridad de que es el único camino para encarar el porvenir con esperanza. Consiste en convencernos de que la solución de los problemas estructurales de Extremadura depende de los propios extremeños, de las minorías que tienen en sus manos crear instrumentos de desarrollo y de progreso. Depende en mucha mayor medida de la sociedad civil que de la sociedad política. Sin una iniciativa privada competente y eficiente, no será posible construir una Extremadura de progreso. El tiempo de crisis institucional de España debiera servirnos a los extremeños para consolidar la idea de un regionalismo progresista basado en la confianza de que Extremadura cuenta con recursos naturales suficientes para asegurar el pleno empleo y la dignidad de sus habitantes. El problema consiste en saber gestionarlos.

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