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«Y no me vengas lleno de arañazos, que a tu padre se lo llevan los demonios». :: FOTOLIA
Pedro del Pino: La cigarra

Pedro del Pino: La cigarra

PEDRO DEL PINO

Sábado, 12 de agosto 2017, 09:16

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TODAS las jornadas eran iguales en verano. Padre se iba a la era antes de que empezara a clarear. Lo oía salir cada día. Primero aparejando a «la mulata». Le escuchaba hablarle como si fuera una persona. Le daba los buenos días y le preguntaba cómo había pasado la noche. Lo que más le llamaba la atención es que terminara cada frase llamándola compañera, y sobre todo la manera en que lo hacía al final, con ese tono entre resignado y solidario, seguido de un profundo suspiro. ¡Ay compañera! Le decía.

Después guardaba silencio y ya solo se escuchaban los cascos de la yegua torda pisando sobre los guijarros que empedraban el patio en el que confluían la casa, las cuadras, el gallinero y el pajar. Por último, se escuchaba el abrir y cerrar del portón que daba a la calleja. A él le parecía descomunal, era alto y fuerte, de una madera tan dura y pesada que costaba trabajo moverlo. Tenía, además, un gran cerrojo de hierro que chirriaba al correrlo. El día que consiguió abrirlo para que entraran padre y la mulata se sintió muy orgulloso. El campesino lo miró con esa mirada tierna que a veces le dirigía, aunque no parecía propia de él. Era alto y duro, curtido por la intemperie, como la madera del portón, pero cuando lo miraba así, sus ojos, casi siempre tristes, le transmitían serenidad y le iluminaban el alma. «Hombre, hijo. Eres tú. ¡Qué alegría!». Le dijo.

Al niño le hacía sentirse seguro, era más fácil tumbar el portón que hacer doblar las piernas a su padre. Aquel día, como todos, cuando estuvo seguro de que ya se había ido al campo, volvió a dormir un sueño sereno y profundo.

Tres horas después volvió a despertarse, esta vez con la voz más dulce de entre todas las que llegaría a escuchar en su vida. «Pitas, pitas, pitas...». Era madre en el patio, echándole unos pocos granos de trigo a las gallinas. El zagalón se tiró de la cama y fue corriendo a su encuentro, abrazándola por la espalda. «Buenos días, zalamero ¿ya estás aquí? Anda, vete al retrete y no te olvides de lavarte la cara y de peinarte, que tienes los ojos llenos de legañas. Ya te he puesto agua limpia en la jofaina».

Cuando entró, una vez aseado, en la cocina, ella ya le estaba migando pan en el tazón de leche. «Échele dos cucharadas de azúcar, madre». La mujer le contestó lo mismo de todos los días: «No, golosino, que se te van a picar los dientes. Con una es más que suficiente». «Venga, madre...», contestó el hijo. Y, como siempre, la segunda cucharada no se hizo esperar. Madre era así, blanca y dulce como el azúcar. Era su refugio y su descanso, cuando se sentía mal por algo, como cuando el bravucón del 'patela' le mojaba la oreja, no había mejor remedio que sentarse en su regazo y que ella le acariciara la cabellera. Sus manos eran milagrosas. Era imposible comprender cómo trabajando tan duro, fueran más suaves que la seda.

Con la tripa llena, salió corriendo por el pasillo que terminaba en la puerta de la calle. Madre, con sus advertencias de siempre, le hablaba desde la cocina: «¡Ten cuidado con quién te juntas!». «Bájate de la acera cuando venga una persona mayor de frente». «Y no me vengas lleno de arañazos, que a tu padre se lo llevan los demonios». La respuesta se escuchó lejana, inmediatamente antes de un sonoro portazo: «sí, madre...».

Cuando llegó a la plaza ya estaban allí 'el barriga' y 'el petardo'. «Chacho, ¡que es muy tarde!» le gritaron, al unísono, nada más verle llegar. Vamos, que tenemos que pasar por casa del 'Viriato', que si no vamos por él, la madre no lo deja salir. Una vez que recogieron al amigo, después de una corta discusión, decidieron irse al campo. El teleclub era muy aburrido, además, allí solo estaban los mayores, los que tenían trece o catorce años, y los niños y las niñas de esa edad decían muchas tonterías y se miraban entre ellos como si fueran pavos. Así que dicho y hecho, se adentraron por el camino que llevaba a la vega. Al pasar por debajo del algarrobo, en lo alto chirriaba la cigarra y a nuestro niño le pareció que aquel verano sería eterno.

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