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Cincuenta años no es nada

Ayer, cincuenta años después, nos reunimos en Badajoz muchos de los que concluimos la carrera de Magisterio en 1967

Tomás Martín Tamayo

Viernes, 26 de mayo 2017, 23:29

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Ayer, cincuenta años después, nos reunimos en Badajoz muchos de los que concluimos la carrera de Magisterio en 1967. Celebramos la «promoción de oro» juntos, maestras y maestros, pese a que en aquellos años la separación por sexo nos situaba al margen y, como cantaba Esteso, «los niños con los niños y las niñas con las niñas» aunque, al menos en teoría, habíamos superado esa etapa y nos preparaban para impartir la docencia. La mayoría acabamos ejerciendo nuestra profesión.

Alumnas y alumnos pertenecíamos a universos diferentes, separados por la frontera de una puerta que ni ellas ni nosotros osábamos cruzar.

En el edificio de la Escuela Normal de Magisterio, ocupábamos alas distintas y poco o nada sabíamos de lo que ocurría al otro lado de nuestro «telón de acero», porque lo único común que compartíamos era la escalinata y la puerta de entrada. Creo que también el profesorado. Difícil de entender en una época en la que, en todas las facultades y escuelas universitarias, la enseñanza era mixta. Tampoco entendí nunca lo de «escuela normal» porque no era una escuela y lo de normal ¿Habría escuelas anormales?

Fue un encuentro gratificante. En muchos casos, nos vimos compañeros desconectados desde hacía cincuenta años y que, pese a mantener por entonces una relación casi fraternal, habíamos distanciado nuestras vidas, porque la distancia, si no es olvido, se le parece mucho. Algunos no asistieron al encuentro, que en la «promoción de oro» no es oro todo lo que reluce y los setenta que rondamos todos, tienen sus exigencias. Una docena fallecieron y nos enteramos ayer, durante el recuento, porque al concluir nuestra carrera, el viento de la dispersión nos sopló hacia a mundos diferentes.

Tampoco pudimos invitar a ningún profesor, la mayoría ya no están y los que están tampoco tienen ánimo de celebraciones. Pero los recordamos a todos, a los buenos, a los regulares, a los indiferentes e incluso a los malos, que de todo tuvimos y alguno «de marías», nos dejó el ejemplo de lo que nunca debíamos ser como maestros. Otros, la mayoría, nos marcaron, nos enseñaron y nos han guiado durante todos estos años. Como maestros y como personas.

Hace cincuenta años teníamos la vida abierta y sin saber qué hacer con ella, porque al concluir nuestros estudios no nos dieron un manual de instrucciones. Era como subir en un ferial a un tren fantasma, ignorando en qué esquina nos aguardaría el escobazo, el susto o el vaso de agua fría. De todo hemos tenido. Entonces el primer dilema era qué íbamos a hacer con nosotros mismos y cómo atravesar un túnel tan largo, en un tren tan incierto y sin estaciones conocidas.

En la cabeza y en el corazón se nos amontonaban miles de preguntas, para las que no encontrábamos respuestas. Ahora nos sobran las respuestas y lo que nos faltan son preguntas. Preguntas que tampoco nos formulan porque, a nuestra edad, se nos considera al margen de toda interrogante.

Cincuenta años no es nada, apenas un soplo que nos ha achicharrado la piel del alma, dejando en nosotros las anillas de los árboles viejos, esos que miran el bosque desde arriba y que han aprendido a respirar y otear el horizonte, soportando las inclemencias del tiempo. No obstante, después del oro, hemos quedado en volver a juntarnos en 2042, para cuando nuestra promoción se haga de platino. Seguro que para entonces volveremos a tener más preguntas que respuestas.

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