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La cafetera de mi suegra

La cafetera de mi suegra

Que levanten la mano los varones que opinan en casa y les hacen caso

J. R. Alonso de la Torre

Viernes, 28 de octubre 2016, 07:29

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Quizás pinte algo en Extremadura por aquello de escribir todos los días en el diario de referencia, pero en mi casa no pinto nada. Y no es broma. Y me duele. Vean, si no, y me dicen.

Ayer, justo antes de comer, mientras yo calentaba la sopa, entró mi suegra en casa. Ella tiene llave y entra y sale como suegra por su casa. Traía en la mano una cafetera. Uno de esas de acero con dos cuerpos a las que, genéricamente, llamamos cafetera magefesa como llamamos danones a los yogures o papel albal al de aluminio. El caso es que la cafetera estaba rota: el asa se había quebrado al hacer palanca para abrirla. Evidentemente, la cafetera se había convertido en un zarrio inútil pues ya es imposible cogerla sin quemarse.

Así se lo hice saber a mi suegra, al tiempo que le recomendaba que la tirara. Ella me escuchó respetuosa, pero en cuanto acabé de hablar, zanjó la cuestión: «Bueno, está muy bien eso que dices, pero que la vean tu hijo y tu mujer, a ver qué dicen ellos y lo que decidan, eso haré».

Así son las cosas en casa. Soy víctima de un triunvirato de la misma sangre: abuela, hija, nieto. Ellos deciden, yo solo hago gracia, una especie de bufoncillo simpático que cuenta ocurrencias en el diario, pero que no tiene voz ni voto tan siquiera para decidir qué hacer con una cafetera rota, imposible de abrir y presta a quemar las manos a quien la recoja del fuego. Y si solo fuera eso.

Ya se está moviendo en casa el asunto de las cenas y comidas navideñas. Ya saben, ese frenesí de compras, encargos y decisiones peliagudas: Navidad aquí, Nocebuena allí. Tú los entremeses, yo la carne. Langostinos o gambas. Torta del Casar o de la Serena. Tinto de Cañamero o de Matanegra. Turrón de Castuera o pastelón de Los Santos. Una tremenda locura.

Sé que algunos de ustedes siguen esta página porque a veces les hablo de restaurantes o de vinos curiosos. Es más, por muchos artículos sesudos y documentados que escriba, para la mayoría soy ese friki que se pasa la vida comiendo bacalao en 'casas de pasto' portuguesas y tragando vinos de bodega en bodega.

Esta semana, me han llamado para que hable de vino y jazz en Badajoz. La pasada, me invitaron a impartir un curso de gastronomía rayana y a formar parte de un concurso de panes. He sido jurado de la torta del Casar, he presentado un tratado sobre aceites y he escrito un libro sobre Alimentos de Extremadura.

Digo yo que todo eso, aunque a veces sea un poco forzado, me acredita para opinar sobre las cenas y las comidas de Navidad. Pues no, ni caso, nada de nada.

Seguro que creen ustedes que estoy haciéndome el gracioso, pero les aseguro que no me hace ninguna gracia. Al revés, me frustra enormemente ver que me hacen caso en todos los sitios menos en casa.

En cuanto abro la boca para sugerir un vino, un queso o una novedad gastronómica, me cortan la palabra y el triunvirato, tras dejarme hablar unos 20 segundos de cortesía, sigue a lo suyo, o sea, el sopicaldino, los langostinos tigre y los pistachos. ¿Pero cómo se pueden poner pistachos en la cena de Nochebuena? ¿Verdad que no? Pues vengan ustedes a mi casa a ver si convencen al triunvirato de sangre. Yo, desde luego, me he dado por vencido y trago lo que me echen.

Hay taxistas de Badajoz que me piden consejo por Facebook para sus viajes gastronómicos de fin de semana, profesores universitarios que me escriben pidiendo que les recomiende restaurantes románticos, señoras que quieren darle una sorpresa a su marido en su aniversario de boda y me solicitan consejo gastronómico. Y yo procuro no fallarles. Pero en casa, chitón. Estoy seguro de que muchos de ustedes se solidarizarán conmigo porque les pasa lo mismo. Son perfumistas y no les dejan opinar sobre colonias, son informáticos y no les dejan opinar sobre ordenadores, son camareros y nos les dejan opinar sobre cafeteras. Como a mí.

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