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Mi padre y Victoria Vera

Mi padre y Victoria Vera

El agente comercial era más feliz que los community manager

J. R. Alonso de la Torre

Martes, 28 de junio 2016, 08:35

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Mi padre era agente comercial por las tardes. Lo sigue siendo, aunque ahora solo vende serenidad. En sus buenos tiempos, vendió vagones de lentejas, ingredientes para repostería industrial y, sobre todo, productos de automoción: rótulas, amortiguadores, anticongelante.

El trastero de casa parecía la trastienda de un comercio de repuestos, donde mi padre cargaba cada tarde de muestras el coche (primero un Cuatro Cuatro verde, después, un 4L blanco) y se iba a recorrer los talleres y las tiendas especializadas de la provincia: hoy tocaba Coria, mañana, Miajadas, al día siguiente, Plasencia, al otro, Navalmoral, el viernes, la capital. Y vuelta a empezar.

La organización de los pedidos, la emisión de las facturas y la contabilidad en general se hacían en la mesa camilla de casa. Era una oficina muy especial porque alrededor de aquella mesa con faldilla y de aquel brasero con badila nos sentábamos cinco niños a hacer los deberes, mi madre, a dar de mamar al sexto, y mi tía Elpidia, a rezar el rosario. Cuando recuerdo aquellas escenas en las que se cruzaban un pedido de 100 amortiguadores Junior para Comercial de Recambios, una raíz cuadrada, un plato de Maicena, la historia de Daoíz y Velarde y la riqueza de Los Monegros, todo ello amenizado por la letanía de un ora pro nobis incesante, monocorde y reiterativo. Cuando recuerdo aquello, no puedo entender cómo éramos capaces de aprobar, de vender, de alimentar al bebé y de salvar el alma, todo a la vez y sin que nadie molestara a nadie.

A veces, mi padre utilizaba técnicas comerciales rompedoras y espectaculares. La más sonada fue cuando una marca de rótulas para coches lanzó un calendario con la imagen de una jovencísima Victoria Vera vestida con gasas transparentes. En el calendario, la futura famosa actriz sugería aquellos pechos que luego se harían famosos gracias a la mirada oblicua de Tierno Galván.

Aunque lo rompedor no fue el calendario en sí, que colgaba en las paredes de casi todos los talleres de la provincia, sino que la propia Victoria Vera vino a Cáceres y acompañó a mi padre en un glorioso y antológico recorrido de Trujillo a Plasencia, de Miajadas a Valencia de Alcántara. Lo que más me ha extrañado siempre de aquel tour es que mi madre no manifestara celos de Victoria Vera. Mis hermanas me explicaron la razón no hace mucho: «Es que mamá solo sentía celos de las mujeres posibles». Debía de ser eso.

Mi padre, hoy, hubiera sido un buen community manager o un dircom de primera. En vez de recorrerse cada tarde la provincia, perfilaría estrategias desde un ordenador, que, desde luego, no estaría colocado sobre una mesa camilla, sino en un despacho luminoso de decoración 'minimal'. No habría bebés mamando alrededor, niños estudiando 'El 2 de mayo' ni calendarios sexistas. Es más, yo creo que no existirían ni las madres. Todo sería gestionar, construir y moderar comunidades, crear nuevos canales de comunicación a través de las redes sociales y sus colegas serían consultores en Lobbying & Publics Affairs en lugar de mecánicos y dependientes de líquido de frenos.

No se trata de nostalgia mal asimilada, no lo creo. Pero yo veo a estos dircom y community manager y no me parecen muy felices. Todo lo que hacen es etéreo, inasible, más de la nube que de la tierra y a ellos también los veo como flotando en un espacio virtual donde la satisfacción depende de una buena implementación del acceso a los mercados. Nada que ver, desde luego, con la satisfacción tangible de vender tres cajas de rótulas a un mecánico de Torrejoncillo, que hubiera comprado lo que fuera porque se lo vendía Victoria Vera.

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