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J. R. Alonso de la Torre
Martes, 12 de abril 2016, 07:47
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Esta es una bella historia de amor entre un frutero y un charcutero. Les cuento: yo vivo en un popular barrio de Cáceres llamado Moctezuma. Me encanta vivir aquí porque la gente es espontánea, los vecinos son cariñosos y detalles tan nimios como hacer la compra se convierten en una fiesta. Desde hace años, compro la fruta, los quesos y los fiambres en una tienda del barrio regentada por un frutero arroyano llamado César al que, en Moctezuma, hemos santificado.
Junto al frutero, despacha su media naranja comercial: Sito, el charcutero, un buen muchacho dispuesto, eficaz y soñador que publicita su comercio en Facebook y tiene la sana ambición de progresar. El frutero es tranquilo, casi cachazudo, y sabe que triunfar en los negocios es complicado y requiere tiempo y prudencia. El charcutero es emocional, impulsivo y pasional. Si fueran una pareja sentimental, conformarían el matrimonio perfecto. Como solo son pareja comercial, conforman la tienda ideal.
Los clientes íbamos a comprar a sabiendas de que, además de naranjas y salchichón, te traías a casa un poco de alegría. No hace mucho, escribí sobre mi frutería-charcutería a raíz de unos polvorones increíblemente ricos que traen desde Antequera por Navidad. El artículo está colgado en la frutería junto al anuncio de la próxima excursión organizada por 'Pedro y Mari' y a un cartel ensalzando las virtudes de las legumbres. Recuerdo que, en esa contraportada, servidor contaba una encendida diatriba teológica que, entre manojos de zanahorias y puerros, entablaron dos septuagenarias sobre el juicio final. Una decía que era muy creyente y la otra defendía la Teología del Aplazamiento: aseguraba que en ese momento no creía en nada, aunque no sabía si dentro de un tiempo volvería a creer. Recuerdo que José Antonio Monago me envió un sms comentando el artículo. Venía a decir el entonces presidente que en mi frutería se sustanciaba el pensamiento auténtico de las gentes con toda su espontaneidad.
Pues bien, el pasado martes fui a comprar fruta y este cuento feliz se había convertido en melodrama. El día anterior, el frutero y el charcutero habían roto. Haciendo caso omiso a los sabios consejos del prudente frutero, el charcutero había decidido independizarse y abrir negocio propio esa misma mañana en un barrio pijo y en un local elegante. Para los clientes que entrábamos y veíamos la frutería tan espaciosa y tan sin fiambres, aquello era una tragedia. Ya digo que mi barrio es muy barrio y empatizamos enseguida con cualquier acontecimiento. ¿Cómo era posible que nuestro charcutero hubiera cambiado Moctezuma por un barrio pijo?
Pero sucedió como en los cuentos de hadas y hubo final feliz, aunque cambiando la varita mágica por un teléfono móvil, el del frutero, que sonó de pronto. Efectivamente, era Sito, el charcutero, que, arrepentido y contrito, llamaba para reconocer que se había equivocado y que quería volver. Tan impulsiva había sido su marcha como su regreso antes de que hubieran pasado 24 horas. Ya he dicho que el frutero es un santo. Así que, a pesar de haber recibido ya dos propuestas de futuros socios y a pesar de que tocaba nueva mudanza y volver a cambiar mostradores y estantes, dijo que sí, que habría reconciliación.
Parece ser que al charcutero le bastó una mañana para entender que aquella zona pija no era su ambiente y que lo suyo eran sus clientes del barrio de toda la vida, que ahora vamos todos los días a la tienda para ser partícipes de esta bella historia de amor, morcillas y coliflores. Porque los conocemos, que si no, pensaríamos que había sido una hábil estrategia para venderle la exclusiva a HOY.
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