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El culo pajarero

El culo pajarero

Los traumas marcan las duchas, las lecturas y la escritura

J. R. Alonso de la Torre

Miércoles, 9 de diciembre 2015, 07:43

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Descubrí el pudor una mañana que andaba por la casa con el culo pajarero y mi padre me echó una bronca porque ya era demasiado mayor, nueve años tendría, para enseñar mis vergüenzas. El culo pajarero, ya saben, es ir en camisa o camiseta con el trasero al aire. Se trata de una expresión muy extremeña y muy manchega. Hay incluso algún blog que se llama así: el culo pajarero.

Supongo que la riña de mi padre me traumatizó porque no la he olvidado. Desde entonces, me cubro siempre y no enseño nada si no es en algún trance extremo. Sin embargo, cuando estaba solo en casa, me gustaba hacer un corte de mangas al trauma y solía salir de la ducha en plan pajarero hasta que me vine a vivir enfrente de mi suegra, que ya he contado alguna vez que tiene llave de casa y patente para entrar y salir cuando quiera, por lo que he de tomar pudorosas precauciones. A veces le he sugerido que llame al timbre so pena de darse un susto, pero ella responde que para lo que hay que ver y yo he desistido, definitivamente, de andar por la casa con el culo pajarero.

Otro trauma infantil me marcó también a los nueve años. Solía entonces ir a casa de mi vecina, doña Juanita, a leer los libros que atesoraba en una buena biblioteca. Pero un día, mientras yo leía 'Tartarín de Tarascón', un libro de aventuras inocente o, cuando menos, inocuo, de Alphonse Daudet, su futuro yerno entró en la biblioteca, me regañó por leer aquella novela, que no me haría ningún bien, y me prohibió volver a leer sin pedir permiso. Lógicamente, desde entonces he leído cuanto he podido en un alarde de reto y libertad que me ha venido muy bien.

No sucedió, sin embargo, lo mismo con la escritura. A los 11 años me presentó mi colegio, el Paideuterion, al concurso de redacción de Coca Cola. No gané nada y dejé de escribir. Hasta esa derrota, escribía novelas y cuentos que mis compañeros de clase leían muy entretenidos durante las horas de estudio obligatorio de los sábados. Desde esa derrota, no volví a escribir por placer ni un renglón hasta los 28, cuando por azar empecé a colaborar en un periódico gallego. ¿Para qué iba a hacerlo si los de Coca Cola habían decidido que no servía para eso?

Ese trauma se reflejó años después en los institutos donde di clase de Lengua y Literatura. Cuando mis compañeros de departamento me entregaban la convocatoria de algún concurso literario para jóvenes, yo les mentía: la recogía y prometía animar a mis alumnos a presentarse al certamen, pero tiraba las bases a la papelera. Mis alumnos siempre han escrito mucho, muchísimo, pero no he querido que ningún concurso los desanimara ni los animara demasiado en un espejismo más propio del azar que de la valía.

Ese azar me obligó el otro día a presentar un premio literario. Mis compañeros de trabajo me decían que cuando lo presentaba parecía enfadado. Tenían razón: si no creo en los premios malamente puedo presentar uno, por imperativo académico, sonriendo.

A veces me proponen ser jurado literario. Procuro librarme de algo en lo que no creo, pero hay ocasiones en las que el compromiso es tan fuerte que no me queda más remedio que aceptar. En esos casos, es mi mujer quien lee los trabajos presentados y me pasa los mejores para que decida. Yo dudo, me agobio, lo paso mal y acabamos decidiendo en pareja y sin que me convenza nunca la decisión final.

Ella, mi mujer, también tiene su trauma. A los ocho años, tuvo que escribir una carta en la escuela. Encabezó el ejercicio epistolar con un: 'Querido Antoñito', que provocó una reacción airada de su madre, o sea, mi señora suegra. Explicó a su hija que llamar querido a un hombre, así porque sí, era propio de chicas casquivanas, frívolas y alborotadas.

Mi mujer aprendió la lección y se convirtió en una señora cuerda, formal y lógica que detesta los culos pajareros y los maridos traumatizados y escribidores que jamás ganarán un concurso de Coca Cola.

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