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Puestos de venta del festival Womad en el paseo de Cánovas. :: hoy
El Womad de los mirones

El Womad de los mirones

El festival es ya tan previsible como la Semana Santa o la feria

J. R. Alonso de la Torre

Jueves, 7 de mayo 2015, 08:04

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El Womad no es un festival. Tampoco es un sentimiento. El Womad no es más que una emoción, un arrepío, un estado de ánimo que llega a Cáceres a principios de mayo, la lleva al trance y luego se va dejándola sumida en sus cuitas antiguas y narcotizantes. Las emociones, como el Womad, son intensas, pasajeras, locas, desbocadas e indomeñables. Pero como vienen, se van.

En Cáceres, la cordura y la sensatez, o sea, el antes y el después del Womad, nos llevan a la comida como placer permitido, al rentismo como forma de economía prudente, casi cobarde, y a la devoción como único devaneo emocional santificado y autorizado.

A mí me gustaría vivir en un Cáceres actual, novedoso, vanguardista y a la última, una especie de Amsterdam de secano o Nueva York de granito y alcornoque. Pero hace tiempo que dejé de soñar con tonterías y me resigno a la realidad que sugerían las emisoras de radio el pasado fin de semana, cuando anunciaban a los cacereños que Badajoz abría el domingo sus tiendas y ofertaba diversiones al consumidor, mientras Cáceres ofertaba devoción a su Virgen. En Badajoz, también había romería mariana, pero allí parecía primar la obligación de vender antes que la devoción.

Cáceres es así, qué le vamos a hacer. Por eso, aparentemente, el Womad contrasta tanto. La mística se paraliza, la concatedral se cierra y hay bula para algún pecadillo de modernidad que, al acabar el fin de semana, es reconducido hacia los convenientes apartaderos de la penitencia.

Algunos se toman muy en serio el Womad y se ponen transcendentes comentando los mensajes de las músicas. Los músicos repiten sus ruedas de prensa año tras año. Pero nada deja poso.

¿Cómo tomarse en serio un carnaval, un caramelo, un accidente? El Womad llega, estalla, muere y lo que queda es esa ciudad de propietarios de locales a los que se les bajan los impuestos, funcionarios sin mucha necesidad de que nada cambie, ¿para qué?, y sentimientos, no emociones, más místicos y atávicos que racionales y con perspectiva.

Cáceres, ciudad de rentistas y cofrades, paseantes y espectadores. Ciudad de curiosos sin ambiciones, que observamos el Womad como quien observa el paso de una comitiva de madrileñas disfrazadas para una despedida de soltera, con la única pretensión de comentar lo que nos sorprende, pero sin ninguna intención de tomar nota, aprender y reaccionar. Cáceres, ciudad de mirones.

Vuelve el Womad como retornan las solemnidades del santoral: la Semana Santa, San Jorge, la Virgen... Retorna como una hoja más del calendario de festejos tradicionales: las romerías de invierno, las ferias de primavera, el aburrimiento del verano, la música del otoño y la sensiblería navideña. Se ha convertido ya en algo tan previsible y repetido que lo hemos asumido y asimilado hasta el punto de que ni estimula ni asusta. ¡Ay aquellos Womad que escandalizaban y eran capaces de cargarse a un alcalde!

Esta ciudad necesita un revulsivo que la despierte, que cree polémica, que la divida entre partidarios y detractores, como sucedió en tiempos con el Womad. De esas diatribas siempre surgen cambios y miradas vivas. Pero nada nuevo nos sorprende. Pasamos del capuchón a la mantilla y de la falda de mil colores al traje de sevillana como quien pasa del postre al café: por pura costumbre.

El Womad, domesticado y previsible, ya no irrita ni inspira. Necesitamos un arreón que nos sacuda, algo intenso, polémico y distinto. Ya nos anestesian igual la saeta y el ritmo afrocubano. Lo más excitante que nos pasa es ir a comprar a El Faro. Que alguien nos dé caña. Por favor.

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