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El novio que necesitaba aire

El novio que necesitaba aire

En el bus se habla mucho de los noviazgos por Internet y WhatsApp

J. R. Alonso de la Torre

Miércoles, 1 de abril 2015, 07:58

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En Cataluña, rige una creencia tradicional, impuesta por Salvador Dalí y comentada por Gregorio Morán el otro día en La Vanguardia, según la cual, quien a los 40 años viaja en metro es que ha fracasado en la vida. En Extremadura, no hay metro ni rigen las tradiciones y ocurrencias dalinianas, pero recurrir al transporte público no abrillanta la imagen ni procura prestigio. En eso somos iguales que los catalanes, ya ven.

Sin embargo, en nuestras ciudades, viajar en el autobús urbano es una de las experiencias más entretenidas y pedagógicas que conozco porque aquí, al contrario que en el transporte público de Cataluña o de Madrid, la gente habla, y mucho, en el autobús.

Hay políticos que acusan a otros políticos de no pisar la calle, de no mirar a los ojos de la gente. Eso de mirar a los ojos sí parece una frase tradicional de la política extremeña impuesta no por Dalí, sino por Monago, que se ha extendido a toda España. Le dicen a don Mariano: «Señor Rajoy, viaje en metro y mire a los ojos de la gente».

Se trata de una frase retórica porque si a don Mariano o a cualquiera se le ocurriera viajar en metro e ir mirando fijamente a los ojos a la gente, se podrían provocar situaciones incómodas y denuncias por acoso visual.

En Cáceres es distinto. Aquí puedes viajar en el autobús urbano y no solo mirar a los ojos de la gente, sino también escuchar a la gente, hablar con la gente y hacerte amigo de la gente. Yo, particularmente, tengo amigos de autobús: nos contamos penas y alegrías y nos hacemos pequeños favores muy prácticos.

Aunque lo mejor del autobús son las conversaciones entre las viajeras, que te radiografían la realidad mejor que mil encuestas. En Cáceres, hay tres líneas del bus urbano (2, 5 y 1) que son pura literatura oral.

El otro día, subió en una de esas líneas una viajera y preguntó al conductor si se podían recargar ya las nuevas tarjetas por Internet. Antes de que le respondiera, la señora que se sentaba detrás de mí le soltó a su compañera de asiento: «Ahora, por el Internet, se puede sacar de todo. Hasta los novios». Su vecina, previsora, matizó lo de los amores virtuales: «Sí, pero cuidado, ya viste lo que le pasó a la hija de la Mari, que se ennovió con aquel callista de Granada y, en cuanto se vieron, la dejó».

Me conmovió saber de la hija de la Mari porque hace tres o cuatro años que conté su relación con el callista e incluso publiqué su emocionante historia en un libro. Pero ya ven... Lo dejaron. Bueno, en realidad no lo dejaron. Según la viajera del bus, la ruptura fue más vaga e inconcreta. «Él le dijo que se tenían que dar un tiempo. Ahora no te dicen que ya no te quieren, sino que se tienen que dar un tiempo», ironizó.

«¡Huy un tiempo! Un tiempo es lo que le estará dando a otra por ahí», manifestó con crueldad una nueva viajera, que se incorporó a la conversación sin ser invitada. Lo que más me desazonó de la frase fue la expresión «por ahí», tan ambigua y polivalente que provocó muchas risas.

En estas conversaciones, la risa suele dar paso a la nostalgia y a la melancolía. Y así fue. «Lo de ahora ya no tiene nada que ver con lo nuestro», comparó una señora. «Yo, con mi Antonio, estuve ocho años de novia y si llegamos a dejarlo, no vuelvo a encontrar un novio en condiciones». No pude contenerme y, fascinado por la expresión, me atreví a preguntar cómo eran los novios en condiciones. La aclaración fue explícita: «Pues un novio normal, no un viudo ni un solterón viejo».

Después, más comparaciones: «Antes, rompías con un novio y te dejaba de hablar hasta tu padre. Ahora, rompes dándole a la tecla del 'wasap' y no pasa nada».

«Al nieto de Ramona, el que trabaja en la carnicería, lo dejó la novia por el 'wasap' porque necesitaba espacio», apuntó una viajera. «Anda, y a mi nieta le dijo el novio que necesitaba aire», añadió otra. «¡Coño, tanto espacio y tanto aire! Pues que se vayan al campo», sentenció una tercera y, mirándome a los ojos, me preguntó: «¿No le parece a usted?».

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