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Aquí no se pone malo nadie

Aquí no se pone malo nadie

Oficinas y escuelas parecen hospitales de campaña con tanto trabajador enfermo

J. R. Alonso de la Torre

Miércoles, 28 de enero 2015, 08:11

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El lunes fui a una consejería y aquello parecía un hospital de campaña. Un administrativo llevaba papeles a fotocopiar apoyándose en una muleta. Una jefa de servicio atendía a dos ciudadanos con una contractura en su cuello, que se tocaba a cada rato, intentando enderezárselo, masajeándoselo como podía. Un ordenanza tosía, un técnico moqueaba con los ojos rojos llenos de lágrimas y cuando me acerqué al mostrador, quien me iba a atender salió corriendo hacia el baño haciendo un gesto inequívoco: iba a vomitar y no podía atenderme.

Me quedé petrificado. Yo solo había visto situaciones así en las películas bélicas y en esos hiper cash donde coinciden cien autónomos comprando y ya se sabe que un autónomo español es ese ciudadano que nunca se pone enfermo y si se pone, se aguanta.

Vino a atenderme una conocida y le pregunté que si habían lanzado una bomba de gas mostaza o acababan de tener una batalla campal y me tranquilizó. No, no se trataba de ninguna guerra, sino del resultado de las normas para controlar las bajas de los funcionarios. «Antes, si faltabas un día o dos por una gastroenteritis, una gripe, unas cervicales tensas o un esguince leve, no pasaba nada. Ahora, a partir del cuarto día, te quitan dinero. Mi prima se torció un tobillo y se ha quedado sin 300 euros», ejemplificó.

Pasó por allí otro funcionario y sentenció: «Esto es peor que en el tiempo de los esclavos: Espartaco no podía caer enfermo y nosotros, tampoco». Así están las cosas en la administración. El personal se siente distinto, una especie de híbrido entre el autónomo y el esclavo que tiene que aguantar y trabajar como sea so pena de quedarse con la paga tiritando.

Me cuentan que en los institutos la cosa es de traca. Los centros escolares son reservas virales de primera categoría. Allí hay virus para escoger: el de la gripe, el de la flojera, el de la gastroenteritis inexplicable, el de la diarrea por sorpresa. Dicen que las salas de profesores, este invierno, parecen las salas de espera de los ambulatorios de San Roque y Moctezuma juntos. Se moquea y se tose, vienen las arcadas y vuelven los mareos. Pero allí no falta nadie. Luego, en las aulas, hay un generoso intercambio viral entre docentes y discentes y todos contentos.

Recuerdo que en el instituto, en invierno, cuando hacía exámenes orales, sentaba a los alumnos a dos metros para evitar los contagios. A veces, me sacudía la hipocondria y me olvidaba de la prevención, sentaba a los alumnos en mi mesa, esa noche me empezaba a picar la garganta y a la mañana siguiente, 38 de fiebre y camita. Ahora, los colocaría a seis metros porque a clase se va con 38 y con lo que sea.

Es verdad que he conocido colegas maduros que tenían lumbago todos los lunes y colegas jóvenes que se resfriaban casi todos los viernes, supongo que por culpa del botellón de los jueves. Pero eran casos esporádicos, detectados y controlables. No sé si por culpa de esos excesos anecdóticos ahora pagan todos.

Esto de las bajas y las generalizaciones es delicado e injusto. Una vez tuve un compañero de Santiago de Compostela que faltaba mucho porque decía que se ponía triste. Ironizamos bastante sobre su tristeza hasta que un día nos sacudió la noticia de que se había suicidado. Desde entonces, ni comento las bajas. Pero ya ven, las enfermedades se han eliminado por decreto. Ahora se convalece en el trabajo. A base de medicinas, vendas y reposo hay que salir adelante. «Tengo unas jaquecas que solo se curan con oscuridad y silencio. Antes me quedaba en casa soportando el dolor. Ahora lo soporto aquí. Me pongo un antifaz en los ojos, cobijo mi cabeza entre los brazos y así voy tirando. Eso o quedarme sin vacaciones», me cuenta una funcionaria mientras me sella unos impresos. Lo dicho, todos esclavos, todos autónomos: ni enfermos, ni vacaciones.

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