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Los antiguos alumnos de doña Ignacia posan este sábado en la plaza de Portaje. :: E.R.
En Portaje hablan muy bien
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA

En Portaje hablan muy bien

Doña Ignacia, una maestra que cambió la historia de este pueblo

J. R. Alonso de la Torre

Miércoles, 1 de octubre 2014, 07:39

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La semana pasada me llamaron a casa por teléfono. Era una profesora. Me contaba que se había muerto doña Ignacia, la maestra de Portaje de toda la vida, y que si podía contar en el periódico lo mucho que había hecho por el pueblo. No supe negarme y el sábado me acerqué a Portaje esperando un par de testimonios entrañables. Pero lo que encontré me dejó estupefacto. Al llegar a la plaza del pueblo, me vi rodeado por decenas de vecinos. Estaban esperando para hablar de doña Ignacia. Se hicieron una foto delante de la iglesia y nos fuimos al salón de actos.

¿Pero quién era esta mujer que 30 años después de jubilarse conseguía reunir, una mañana de sábado, a medio Portaje? Allí había antiguos discípulos llegados desde Madrid y desde media Extremadura. Estaban desde Ana, 38 años, su última alumna, hasta Blasa, de 80, su alumna mayor. A medida que iban pidiendo la palabra y contando sus historias personales, destacaban dos detalles: todos hablaban muy bien y en el auditorio había siete maestras, además de enfermeras, delineantes. Muchos de los presentes habían estudiado una carrera en los años 60. Y la idea más repetida: todo se lo debían a doña Ignacia.

Esta es la biografía resumida de la maestra: nació en Portaje en 1918 y murió en su pueblo el pasado 13 de septiembre. A los 17 años, falleció su madre y a los 18, la Guerra Civil acabó con la tienda de su padre, alcalde republicano de Portaje, que fue encarcelado durante seis años en el penal del Puerto de Santa María. Tras sacar a sus hermanos adelante, acabó los estudios y se hizo maestra. Aprobó la oposición de Magisterio y se vino a su pueblo, donde ejerció hasta jubilarse en 1984. Casada con don Alejo, también maestro en Portaje, se quedó viuda a los 43 años con tres hijos.

Pero su mejor retrato lo dibujan los testimonios de sus antiguos discípulos. «Me llamo Máxima y soy analfabeta. Vendía huevos con mi burrino para pagar las 15 pesetas del comedor de la escuela de mis tres hijos. El día más feliz de mi vida fue cuando, gracias a la preocupación de doña Ignacia, llevé a mi hijo al colegio de Santa María de Trujillo para que estudiara interno con beca», cuenta una señora.

Se suceden los recuerdos en el salón de actos y se va dibujando el retrato de una mujer menuda y enérgica, muy de izquierdas y muy religiosa, «era de las que tenían reclinatorio en la iglesia», que iba de casa en casa convenciendo a aquellos agricultores pobres de solemnidad para que sus hijos estudiaran, que no discriminaba a las niñas, que rellenaba todos los papeles de las becas, acompañaba a sus alumnos a los exámenes fuera del pueblo y les daba clases particulares en aquella escuela rural que siempre estaba abierta.

Habla Adela: «Yo iba cada día a trabajar a Galapagar, unas tierras de regadío en la margen izquierda del Alagón. Regresaba al anochecer y estaba dos horas en clase con doña Ignacia, que enseñaba a leer y a escribir a los adultos del pueblo».

Doña Ignacia montaba comedias, enseñaba con un método personal de aprendizaje, sus alumnos destacaban cuando salían fuera, recibió varias condecoraciones y reconocimientos. Y si sus propios hijos renqueaban en los estudios universitarios, se iba con ellos a clase a la Complutense, les cogía apuntes y los enderezaba.

Su legado es patente en este pueblo de 440 habitantes que hablan con propiedad y soltura, un pueblo de campesinos humildes que entendieron que la formación de sus hijos era fundamental, un pueblo, Portaje, convertido en demostración de una verdad incuestionable: el desarrollo de un país depende de su educación.

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